lunes, 31 de octubre de 2016

Escalera portátil para ciáticos

Hace unas semanas quise coger las brevas de la higuera de mi huerta. Arrimé la escalera portátil, comencé a subir ágilmente, jop, jop, y a la altura del cuarto peldaño sentí un clujío en la espalda, un esclate que me hizo dar un alarido, y me quedé esfaratao, en forma de cuatro, sin poder tirar ni parriba ni pabajo. La puñetera ciática otra vez… Tuvieron que venir las vecinas a bajarme de allí, y mientras lo hacían tuve que soportar regañinas, cachondeos y contínuos “cómo se te ocurre a tus años”. Mi dignidad quedó dañada. 

Para evitar que ocurra en futuras ocasiones, he diseñado lo que llamo “escalera portátil para ciáticos”. En esencia consiste en una escalera portátil clásica, a la que he adosado un cómodo sillón elevable que se desliza a lo largo de uno de los largueros de la escalera. “¿Y cómo se desliza?”, preguntarán los más osados. Es sencillo (ver esquema). Uno de los largueros de la escalera es hueco y lleva en su interior una cremallera, en la que se engrana el “pinganillo de transmisión”. Este a su vez está soldado a un rodillo que se mueve girando un manubrio. El conjunto está alojado en la base del asiento del sillón. Para subir y bajar, el ciático no tiene más que sentarse en el sillón, agarrar el manubrio y girarlo a izquierdas (subir) o derechas (bajar). Ya no habrá breva que se me resista ni vecina que me recrimine. Ahora estoy trabajando en un modelo de dos plazas.

lunes, 24 de octubre de 2016

Espiga

Se sienta cada ocaso frente a la pared desnuda y mira ascender sobre su cama, tan vacía como ella, el lento reflejo de la ventana enrejada situada a su espalda, aguardando que el azar o la parábola caprichosa dibujada por un sol velado alcance, al fin, la espiga de libertad que un día dibujó con lágrimas y sangre sobre el frío yeso.

(Foto: sombra de ventana creciente sobre horizonte de cama deshecha)





lunes, 17 de octubre de 2016

Necesito enamorarme otra vez

Desde que mi última novia me abandonó para volver con su marido ―el colmo de la infidelidad, mis cuernos más infames― me hallo sumido en un estado confuso de indolencia, vagancia, paraqueísmo, indiferencia. Ningún olor de ninguna mata de ningún monte, olido en cualquier caminata sin pensamientos, me recuerda el olor de ninguna piel pretérita. Ningún perfume, ni siquiera el farala aspirado al cruzarme con una mujer en una calle sin nombre, me transporta a ropas desvestidas, a cabellos despeinados. Ninguna luna contemplada a una hora que ya no es mágica me trae el reflejo risueño de ninguna mirada que en ese momento me busca con afán desde lejos. Mi atrapabesos, extendido en lo alto de ese cerro que podría contar tantas historias olvidadas, hoy solo atrapa mosquitos, moscardas y moscardones. Ni siquiera me detengo a recoger esa concha azul en la playa desierta, entre lagrimillas de nostalgia, para colgarla de un cuello hoy seguramente desnudo o vestido con conchas ajenas. 

No sé, quizás necesito enamorarme otra vez, volver a ese estado de flotamiento inconsciente, de pensamiento obsesivo, volver a creer que es ella cada pitido wasapero de mi móvil hoy casi mudo. ¿O no…? No se está tan mal siendo dueño absoluto de tu tiempo, tus aficiones, tus chalaúras, esos entes inmateriales que también tienen su aquel, su alma, su olor, su sexo, y que siempre están ahí para acogerte con los brazos y los labios abiertos, sin preguntas, sin respuestas, sin reproches.

(Foto: concha azul en la playa de Ponte do Porco)

lunes, 10 de octubre de 2016

Picoesquinas (continuación 5)

Cuando ya nadie pensaba en él (o pensaba poco o no le importaba lo que le hubiera ocurrido) se lo vio atravesando los soportales de la plaza mayor en dirección a la fuente central, cuya agua rebelde le salpicó los zapatos. Aquí torció a la derecha y continuó hasta la parada del autobús (el cincuenta y dos concretamente), donde aguardaban dos hombres (uno parecía extranjero) y siguió hasta la puerta del híper. No entró. Hizo un giro a su izquierda y continuó por la alameda. Cruzó luego el paso de peatones detrás de la señora del carrito de la compra, a la que adelantó justo antes de llegar a la otra acera. Continuó durante cinco bocacalles más, viendo de soslayo su imagen reflejada en los escaparates de los comercios, aún ―o ya― cerrados. Al llegar al párking torció por la bocacalle de la derecha y cruzó la avenida por el paso subterráneo (no utilizó la rampa para discapacitados sino las escaleras adyacentes). Alcanzó la cafetería del viñales y torció a su derecha. Continuó la calle hasta el chino de la esquina y entró en el parque por la puerta de los emigrados. Salió de nuevo a la superficie y enfiló el paseo marítimo pasando por el pórtico de la victoria y caminó doscientos metros (doscientas diecinueve yardas al cambio). Embocó la calle ancha, que siguió por su bulevar central, sorteando los chiringos protegidos del sol con sombrillas de colores, la mayoría verdes (alguna morada, desentonando). Se detuvo en el quinto semáforo, para cruzar, y continuó por la calle perpendicular. Salió de la plaza por la puerta de san ginés y tomó la calle adyacente. Siguió después recto entre los setos de aligustre hasta alcanzar la fuente de los tres apóstoles. Cruzó dos avenidas y cuatro calles más, hasta llegar a la plaza a la que accedió por la puerta porticada y atravesó, de noroeste a sudeste, el espacio enlosado prohibido a los coches, esquivando la estatua ecuestre y a los comensales sentados en las terrazas, repletas a esa hora. Se detuvo en el semáforo y, cuando verde, atravesó la avenida hacia el parque. Llegó hasta la puerta del serbal, que atravesó para salir del parque, y siguió por la calle que delimita el gran jardín. Cruzó las tres calles siguientes y torció, en la cuarta, a su izquierda. Luego dobló la esquina y giró a la derecha donde la tienda de ultramarinos. Al llegar al chaflán del anís del mono siguió recto un cacho.

sábado, 1 de octubre de 2016

Paisajes gallegos. 16 Pesqueros

-Hola- le dijo. 
Y se sentó a su lado.

Y ya está.