lunes, 27 de julio de 2015

Tres horas


Mi sol renace en un día de duración imprevisible. Vuelve a verdear el baladre, a dar sombra la chaparra, a brillar la piedra del ramblizo, a gorjear la tarabilla en el espino. El aire se inunda de nuevos olores viejos, de rimas interrumpidas, de trinos olvidados, de calor. De color.

Este día durará… lo que dure, no me preocupa. Lo que dura una estación de tren, un ángulo de 180 grados, dos palabras tropezando en un oído, siete caricias, tres horas en santa rosa, un guiño verde sobre el mar azul, una ráfaga de viento de lebeche.

Y cuando se oculte mi sol detrás de la peña, cuando la puta realidad se despedace de nuevo entre dos mundos incompatibles fuego y agua, lo despediré con una sonrisa nostálgica, silbando silbos improvisados, sin rencores y esperando, si vuelve, el calor de un nuevo alba.

(Foto: mi cabañica, tan tan)

lunes, 20 de julio de 2015

Relojes rotos


El hombre abrió como tantas veces el cajón de los relojes rotos. Los había digitales, analógicos, redondos, rectangulares. Números detenidos, agujas inmóviles, esferas sin alma. Pero en sus engranajes agotados, inservibles, cada uno guardaba como un tesoro momentos y fechas inolvidables: un 21 de julio, un 19 de febrero, un 2 de septiembre, un 26 de junio, un 20 de diciembre; horas prolongadas o detenidas, perdidas, besos, citas, encuentros, despedidas, sonrisas y alguna tragedia. Los recorrió con la mirada, los amarró a su brazo como queriendo darse un chute de nostalgia (alguno respiró durante unos segundos en un hálito inútil) y los devolvió al cajón. 

(Foto: mis relojes rotos)

lunes, 13 de julio de 2015

El eco


Primero una leve nota lejana luego susurro y se aproximaba ampliándose. Fue grito, quejido quizás lamento al pasar sobre mí su mirada de angustia intuida. Alejarse, bajar el tono y desaparecer tras la colina, luego la calma. Ya solo el eco, impotente, del ave metálica.

(Foto: vagón grafitado en la estación de Calasparra)

lunes, 6 de julio de 2015

Incaducable


Sí señor, he alcanzado la categoría de “incaducable”. 

Hace unos días fui a renovar mi DNI. Entregué las fotos y el carnet antiguo; la mujer me miró, me escaneó los dedos de ambas manos y al poco me entregó mi nuevo documento. «Ya está», me sonrió. 

Ya en la calle, feliz de sentirme nuevamente legalizado, miré el documento. Y comprobé con asombro que me lo habían renovado hasta el 1 de enero de ¡9999!, sí, ¡nueve mil novecientos noventa y nueve!. Supongo que la mujer, al ver mi rostro terso, mi aspecto juvenil, todos mis dientes y muelas en su sitio, mi porte gallardo, mi impasible ademán pensó: «si no ha cascado a su edad, este ya no caduca en ochenta siglos» 

Ahora solo me queda apuntarme en el Libro Guinness de los récords y planificar mi futuro procurando sacarle unas perrillas a mi condición de perenne, que uno no sabe si seguirán pagando las pensiones allá por el año 6.974 o más allá.

(Foto: mi sello de "incaducabilidad")