lunes, 26 de octubre de 2015

C4

Hay cosas que por el uso ―o el abuso― trascienden de su naturaleza material y se convierten en algo vivo, querible, con alma. Es algo así como la transubstanciación, pero en ateo.

Me ocurrió con una camiseta de color fucsia y múltiples bugs bunnys estampados que me regalaron mis hijos, cuando aún. Duró siglos, me la ponía hasta para dormir convertido en un miembro más de la conejera. Hasta que desapareció misteriosamente del cajón de mi armario, junto a otras vetusteces no tan queridas ni recordadas.

Ha vuelto a ocurrir con numerosos artilugios, artefactos, cachivaches, entes. El último ha sido mi cecuatro, que ha vivido conmigo los últimos nueve años. Doscientos setenta mil kilómetros por pistas, autovías, carreteras, desde Betanzos a Cartagena, desde Huelva al Llobregat. Confidencias, anécdotas, secretos compartidos ―aquel dedo pulgar de un pie que presionó su luna delantera hasta hacerla estallar― risas cómplices, músicas. Cuando lo dejé hace solo unos días para subirme en su heredero, tras mi beso de despedida, me dirigió una mirada que no le había visto nunca. “¿Por qué?”, me preguntaba. Tú lo sabes bien, pequeñajo: es mejor ahora, así ninguno de los dos asistimos al deterioro inminente del otro.

(Foto: mi exC4)

martes, 20 de octubre de 2015

Correlimos tridáctilo


Entre las avecillas que andan picoteando en la orilla del mar, lagunas o saladares, correteando de aquí para allá, buscando pequeños crustáceos o ellos sabrán qué tesoros escondidos, una de las que más me llama la atención es el correlimos tridáctilo, cuyo nombre no hay que explicar y cuyo apellido alude a que solo tiene tres dedos en cada pata, en lugar de los cuatro "reglamentarios". "Así corre más", diría un etólogo quizá con razón. Fijaros en este simpatiquísimo bichejo si tenéis ocasión. Y en todas las demás aves limícolas, claro. 

(Foto: correlimos tridáctilo, octubre 2015, Salinas de San Pedro, Murcia)

lunes, 19 de octubre de 2015

Añoranza


Hoy es una nube sobre el cerro. Ha sido también una poza en el río, arena negra de playa, una frase en octubre, un apoyo, un empuje, muchas noches junto a ella. Momentos, actitudes, instantes ya inabordables, imposibles de recuperar, que surgen intermitentes en mi nostalgia como latigazos de culpabilidad casi insoportable. Renglones escritos en el lado oculto de la cinta de la vida que no supe o no quise borrar entonces y que ahora, cuando ya no tienen remedio, cuando es imposible hasta el perdón, me persiguen de lejos y a veces me alcanzan.

(Foto: un tramo del curso alto del río Manzanares)

lunes, 12 de octubre de 2015

Luz


Subía este verano por la senda que trepa paralela al río Eume bajo el dosel de castaños, alisos, avellanos y otras vegetaciones habituadas a aquellas umbrías y humedades ―el recorrido semeja un túnel oscuro, propicio para la invención de historias no sucedidas o improbables―, cuando oí una voz surgida de las alturas. "¡Hágase la luz!" gritó en un tono imperativo, más atiplado del que yo hubiera imaginado que podría tener quien pronunciaba la frase, si es que alguna vez me hubiera dado por imaginarlo.

La orden, dirigida a no sé quién ―allí estaba yo solo con mis elucubraciones―, fue inmediatamente cumplida, quizás temiendo su desconocido ejecutor un castigo de quien con tanta exigencia se la demandaba sin proponerle un resquicio de protesta, motivo, o excusa. Y ante mí se desplegó, como una ducha dorada, un haz de rayos de luz que provenían del mismo lugar cenital del que surgiera la voz.

Me detuve, no sé si sorprendido o asustado o ambas cosas al tiempo, no son incompatibles o excluyentes. No osaba atravesar ―el miedo a lo desconocido― aquella cortina que me impedía observar mi futuro inmediato, la continuación de la senda que había iniciado aquella mañana con tanta fe y determinación (la incertidumbre a menudo ancla nuestros pasos).

Y decidí dar la vuelta, volver por donde vine, aquella luz purificadora me dio miedo. Atravesarla, sentirla sobre mi cabeza, sobre mis hombros, intuirla redentora, perdonadora de mis pecados a cambio de no sabía qué ―nada se regala, todo se vende, o se troca―, era como renunciar a mi yo, a mis pompas, a mis obras. Caminando de regreso con mi carga indemne de pecados, de oscuridades, de secretos nunca confesados o inconfesables, pensaba en ti y escuchaba el sonido alegre de mis pasos sobre la hojarasca mojada mientras silbaba la última de Quique González.

(Foto: haz de luz en un rincón de las Fragas do Eume, A Coruña)

lunes, 5 de octubre de 2015

Tejo del Barondillo


Por fin he conseguido ―al tercer intento― llegar hasta el tejo del Barondillo, considerado el árbol más viejo de la Comunidad de Madrid. En realidad es una “teja”, como atestiguan sus arilos que maduran este mes. Es impresionante, no solo por su porte, espléndido, también por el respeto y autoridad que transmite. Se yergue en una ladera umbrosa, junto a un arroyo, oculta a miradas, discreta, rodeada de pinos silvestres y tejos sin duda descendientes de ella.

En realidad es mucho más que milenaria, pues su edad  ―que, coqueta,  no me ha confesado― se estima entre los 1.200 y los 1.500 años.

Me ha emocionado conocerla, y hasta he podido entablar una breve conversación con ella (es refunfuñona, como su pariente no tan lejano del Sestil, no le gustan demasiado las visitas ni hablar aunque su voz es dulce y vigorosa, algo quebrada). Me ha dicho que es feliz en ese emplazamiento, que ha habido cientos de generaciones de pajarillos anidando en sus ramas, que ha dado sombra a miles de jabalíes, de corzos, de lobos y hasta ¡de osos!, que al arroyo que la arrulla nunca le ha faltado agua, impetuosa a veces, helada, siempre cantarina, ni nieve en la ladera en invierno o sol en su espalda. También me ha dicho que no ha conocido al hombre hasta hace sesenta años, tan solitario y agreste es el lugar donde vive, y que no le gustan los hombres, que siempre vamos haciendo ruido, que hablamos a gritos, que somos feos, que meamos en su tronco. Y luego se ha callado.

Yo me he quedado contemplándola un rato más, en silencio, con una sonrisa de agradecimiento en mis labios, de admiración, viendo sus heridas, su tronco hueco, arrugado, sus ramas torcidas. Cuando me marchaba, al cruzar el arroyo, he oído su voz por última vez. “¿Cómo es el mar?”, me ha preguntado. “Es como tu ladera, pero sin árboles, sin arroyo, sin pájaros, sin sol, sin belleza, y está lleno de hombres, no te gustaría”, le he mentido. Ha abierto una sonrisa ―he querido creer― y mientras me alejaba me he hecho la promesa de volver no tan tarde a visitarla.

(Enlace de mi ruta para wikilocos: Valle Lozoya y Tejo milenario)

(Foto: el Tejo del Barondillo)