lunes, 25 de noviembre de 2013

El hombre de la escalera


Él camina despacito que las prisas no son buenas, agarrada penosamente la mano izquierda a la baranda, el gastado bastón en la derecha, maldita artrosis, la cabeza caída, pensativo. Sube peldaño a peldaño, clopin clopant, con esfuerzo indisimulado, putaine arthrose encore, la escalera de salida del banco, arrastrando su traje oscuro de bolsillos dilatados, tan usado como él.

Va pensando en el crédito que le acaban de negar, o en la pensión que no le ha llegado, refunfuñando pues no va a poder pagar ni siquiera el café del bistrot de la esquina, ajeno al hombre armado que casi lo arrolla al bajar esa misma escalera, grita, dispara y la sube cinco segundos después casi arrollándolo de nuevo, estos jóvenes van como locos, ya no respetan nada, quelle folie. Llega a la salida con el corazón en la garganta y lo que le queda de pulmón asomándole por la boca, se detiene un instante para recuperar el resuello y desaparece renqueando por el lado oscuro de la acera anónima.

Me hubiera gustado estar esperándote a la salida del banco, agarrado también a mi gayá, haberte cogido del brazo y pasito a pasito haber seguido juntos calle abajo hablando de nos malheurs, de nuestras alegrías, de nos grandeurs, de nuestras miserias, del atleti y el olympique, de fignon y delgadó, de la liberté, la fraternité, l’égalité, esas tres utopías que nadie ha conseguido conseguir, del jumilla, joumi ¿quoi?, connais pas, sí, hombre, un vino de mi tierra, te enviaré una cajica, oh merci, de la puta política, de los putos políticos, y entre risas, palmadas en la espalda, toses, tropezones y ohlalás habernos perdido así abrazados en la fría niebla de París.

(Vídeo: Un hombre abre fuego con una escopeta en la sede del diario Libération)

lunes, 18 de noviembre de 2013

El tic final


La enfermedad de los relojes, ya anunciada por los más aventureros, llegó y todos los relojes del mundo murieron. Las horas, los minutos, los segundos desaparecieron engullidos por el virus. Un tic final en cada esfera, en cada pantalla digital, que no fue acompañado por el tac de la continuidad (a cada tac sigue siempre un tic; pero no sucede lo mismo a la inversa: si después del tic no aparece el tac el reloj ha muerto, es así). El tic final. 

El caos inundó un Mundo cuadriculado, planificado, y la gente no supo qué hacer, angustiada. Todos los ojos se volvieron entonces hacia La Peña de Allarribotas, pequeña aldea serrana de la Región de Murcia (España). Allí vivía Ginés “el de la Usebia”, hombre mayor, breve, gorra calada hasta las cejas, tez morena surcada por el arado de mil soles, ojos pequeños vivaces. Tenía un don: conocía la hora, con la precisión de un longines, con solo olfatear el viento, mirar el horizonte del ocaso y musitar unos decires que nunca desveló a nadie. 

Ante la insistencia mundial construyó una atalaya en la era de su cortijo, subió a lo alto con la silla de enea y su móvil de última generación, se sentó y se dispuso a olfatear vientos y escudriñar horizontes. Desde allí contestaba whatsappeando a los millones de peticiones de hora que le hacían desde todos los rincones de la Tierra. Servicial, generoso, desprendido, nunca falló a nadie ni cobró un chavo por su aportación a la Humanidad. Solo se alimentaba de agua de la cieca y morcón con habas secas que le subía cada dos semanas su sobrino Andresico "el Cabernera". 

Un día dejó de contestar. Extrañada, la gente del lugar y de los lugares acudió en tropel al pie de la atalaya para averiguar qué ocurría. Millones. Andresico trepó a lo alto aunque no tocaba. Y allí encontró a Ginés “el de la Usebia” sentado en la silla de enea, muerto, con las ventanas de la nariz bien abiertas apuntando a los vientos dominantes y los ojillos mirando sin verlo ya el horizonte del ocaso. A sus pies había una nota escrita por Ginés en el papel que envolvía el morcón. Andresico la recogió, la leyó. “Tic”, ponía.

(Foto: mi peluco de tres esferas, dos analógicas y una digital, uno no se priva de nada, detenida cada una a la hora en que le entró el virus mortal de las horas perdidas)

sábado, 16 de noviembre de 2013

La porquería de Madrid


No, no insulto a esta ciudad, a la que quiero y que me vio nacer aunque me escapé enseguida. Me refiero a las consecuencias de la justificada huelga de los empleados de la limpieza, que ha hecho que Madrid parezca estos días un estercolero. 

Como soy curioso, científico y estadístico, me he dedicado hoy a analizar el contenido de una de las papeleras volcadas por los huelguistas cerca de mi casa, con objeto de comunicar mis conclusiones a la excma alcaldesa de la capital, por si cree oportuno utilizarlas para una mejor gestión de las basuras de la gran urbe. 

En la papelera había (ver foto):
5 latas de cerveza mahou tres estrellas
1 lata de cerveza mahou cinco estrellas
1 botellín de cerveza inidentificada
1 lata de cocacola light
1 brik de cacaolat
1 botella de un litro de plastiquirri de font bella limón
1 paquete probablemente de patatas fritas
1 bolsa con el nombre de “tsunami” impreso
1 lata inidentificada
1 resguardo de supermercado
Varios de los papeles que nos colocan en los parabrisas de los coches (“teletaller”, "compro su coche", "Pub La Loba, visítame, eres mi tigre" y otros similares)
1 tiquet de aparcamiento del día 29 de un mes inidentificable
1 paquete de cigarrillos winston
1 bolsa de lonchas de jamón
1 envase seguramente de empanadillas u otro producto envasable
Varias colillas de cigarrillos de distintas marcas
4 condones durex tamaño S (small)
16 bolsas de plástico verde con cagarrios de perros en su interior

Conclusiones de mi estudio:
1. Hay que ver lo que cabe en una jodía papelera
2. En mi barrio no se bebe vino
3. Los vecinos de mi barrio la tienen (la tenemos) pequeña
4. Los perros de mi barrio cagan mucho

El resto de conclusiones sobre tipo de cerveza que se bebe, papeles de parabrisas, marca de tabaco, envases de comida (seguramente procedentes del chino de la esquina), etc., no tiene relevancia. Como recomendación final, sugiero a la excma alcaldesa que a las papeleras (en vista de que el contenido en papel y derivados es escaso mientras que el de las cacas de perro supera el 32%) se las denomine a partir de ahora “cagaleras”, pero me da a mí que no me va a hacer ni puto caso. Así le va.

(Foto: contenido de una papelera de mi barrio volcado sobre acera)

lunes, 11 de noviembre de 2013

Fuego

La flama se estira, quiere desprenderse de la mano que la domeña, ser libre, 

intenta al menos abrazar en humo 

la nube inaccesible, por su deseo de volcar su pasión en algo tangible 
aunque sea etéreo y pasajero, casi inmaterial.

Fuego encadenado, pasión sin objetivo, orgasmo inútil, diferente. 
Él quisiera penetrar hacia la profundidad cálida y húmeda de la tierra,
retroarder quemando en oleadas sucesivas la sima femenina que lo excita
y lo espera con la piel abierta a una caricia encendida que no llegará. 

No lo han dejado y al fin se extingue, ascua en cenizas sin color, sin brillo, 
sin esperanzas, sin humo.

(Fotos: quemando restos de poda en Mayrena ayer mismico)

viernes, 8 de noviembre de 2013

Canelones


Cambié las sábanas de la cama, me fui al mercadona a comprar un paquetito de canelones TMO (tres minutos de microoondas) y una botella de verdejo, subí al huerto a recoger el último tomate de mi tomatera, preparé la mesa en la cocina, con el macrotazón que te gusta para el colacao que te gusta, los cubiertos de ikea y las servilletitas de papel, encendí la radio sintonizada en radiomelodía por aquello del ambiente, y me dispuse a esperar tu llegada. Pero no has llegado. El verdejo se ha calentado, la vecina se asoma a la ventana cada diez minutos y se ríe sonoramente, el tomate se quedó pansío y la radiomelodía solo emite a estas horas esos boleros que tanto odio. Y lo que es peor, los canelones están a punto de caducar en su paquetito inabierto.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Santanica


La santanica vuela a la flor;
beso fugitivo.
El élitro se despliega;
siete puntos en el aire.
Y el pétalo, que morirá esta tarde,
al fin encuentra sentido a su efímera existencia.

(Foto: santanica sobre cápsula de romerina, "Cistus clusii")