lunes, 30 de septiembre de 2013

Reciclando y tuneando muebles y cosas viejas















(Tira dedicada a Clara, la reina de los tuneos y los recicleos)

jueves, 5 de septiembre de 2013

Nadamientos

Me escapo de la viñeta. Pero no voy huyendo, quede claro, más bien buscando. Meto el patito de goma, el cepillo de dientes, un libro en la maleta breve, me calzo las chanclas, el bañador verde y me piro a nadar a ese mar que no acaba de entenderme. O no empieza, los amores asimétricos.

Sí, a nadar ahora que las medusas se han hastiado de asustar y huyen a simas imposibles. Ahora que para alcanzar tu orilla no hay que ir pateando culos enrojecidos, embadurnados de cremas y potingues. Culos. Ahora que la soledad tan buscada en la ola lejana es más fresca y mansa, acariciadora. Ahora que las chillonas motos de agua no amenazan con descuartizamientos ni hedores de gasolina inútil. Ahora que la mar –eres mujer– espera a mí y a unos pocos, siempre seductora, atractiva, provocadora, infiel.

Y es que para un jubilata no existen puentes ni vacaciones establecidos, todo es vacación, todo es puente improvisado hasta la otra orilla aún oculta por la fronda verde, espesa, diversa, vital.

Que me escapo, ea.
(Mescapé)


lunes, 2 de septiembre de 2013

Dos de septiembre (y2)

De pronto vio que, un poco más adelante, el camino se bifurcaba en dos ramales, uno que continuaba ascendiendo hasta perderse en la oscuridad de la noche, y otro que bajaba ladera abajo, hacia lo que Fer pensó que podía ser un valle oscuro. Al llegar a la bifurcación, Fer se detuvo, indeciso ¿cuál de aquellos caminos debía tomar para llegar a la cueva? Los dos se hundían en la noche, pero el del valle parecía más fácil de recorrer, el otro no hacía más que trepar y trepar por el monte...

Y de repente.... ¡lo vio!

Al principio, para Fer sólo fue una sombra sentada sobre una piedra que separaba los dos caminos. Fer se asustó, estuvo a punto de gritar (quizás hasta gritó), quiso darse la vuelta y salir escopetado hacia abajo, hacia su cama que aún debía de estar calentita... Pero, aunque se le vinieron a la memoria todas las historias de miedos y fantasmas y lobos y aullidos que le habían contado esa tarde, aquella sombra sólo transmitía paz. Poco a poco descubrió que la sombra era un hombre mayor, que miraba a Fer con una inmensa dulzura, a través de unos ojos pequeños y alegres como los suyos. Fer se le acercó, pasito a pasito, fascinado, hasta que estuvo bastante próximo como para coger la mano que el señor mayor le tendía. Así, cogidos de la mano, se miraron con la misma mirada, con los mismos ojos entornados, y sus mismas caras mofletudas se abrieron en una sonrisa única, como las dos caras de un espejo, casi iguales si no fuera por las arrugas que adornaban los ojillos del señor mayor. A Fer se le pasaron todos sus miedos, aquella persona le inspiraba absoluta confianza. Sin soltarle la mano le preguntó:

-–Esto... abuelo ¿cuál de estos dos caminos es el que lleva a la cueva misteriosa?

El señor mayor lo miró sin dejar de sonreír y le señaló, levantando la cabeza y haciendo un gesto con su gran nariz, hacia el camino que subía por el monte.

–Puf! –dijo Fer– Pero ya llevo mucho rato caminando, estoy muy cansado, y ese camino tiene muchas cuestas, además, no me he traído nada para comer...–

El señor mayor metió la mano en el bolsillo de su camisa y sacó lentamente un caramelo mitad azul y mitad verde envuelto en un papel que era al revés, mitad verde y mitad azul. Se lo entregó a Fer quien, después de desliarlo, lo introdujo en su boca y empezó a chuparlo lentamente, mientras miraba el camino que debía seguir. El día empezaba a clarear, y en lo alto del monte se veía una estrella que Fer imaginó que le mostraba el lugar donde se encontraba la entrada de la cueva. Siguió chupando el caramelo, mirando aquella estrella, y notó que las fuerzas volvían a apoderarse de él. Sonrió una vez más, decidido a encontrar la cueva, seguro de que por fin lo iba a conseguir. Pero antes de continuar su camino, se volvió hacia el sitio donde estaba el señor mayor, quería agradecerle su ayuda.

–¡Gracias, abue...lo... ¿abuelo?

El señor mayor ya no estaba allí, sólo quedaba la piedra sobre la que había estado sentado, y un intenso olor a romero. Fer se encontró de nuevo solo, con un papel la mitad verde y la mitad azul en la mano, que introdujo en el bolsillo del pantalón para depositarlo en la primera papelera que encontrara, sus padres le habían dado muchas veces la paliza de que los papeles no se tiran al suelo y Fer, a veces, obedecía a sus padres. Pero en el monte no hay papeleras, por eso se lo echó al bolsillo y se olvidó de él. El día ya clareaba, el brillo de la estrella empezó a perderse, hundido en los rayos del amanecer, y Fer siguió subiendo el camino, feliz, confiado, lleno de fuerza....

.... hasta que lo despertó un rayo de sol que se colaba entre las cortinas de su dormitorio. Ya era dos de septiembre.

Ha sido un sueño– pensó Fer–, un sueño muy bonito.

Bostezó dos veces, se sentó en la cama, se puso su camiseta roja, su pantalón y no pudo evitar rebuscar en el bolsillo. Allí estaba: lo palpó, lo sacó. Era el papel, la mitad verde la otra azul, del caramelo que le había dado aquel señor mayor en el monte. Fer miró el papel, lo hizo crujir entre sus dedos regordetes, y lo volvió a introducir en el bolsillo, con parsimonia, mientras guiñaba un ojillo pícaro y sonriente al rayo de sol que se colaba por la persiana.

(A mi hermano Fernando, a quien un dos de septiembre una curva maldita impidió que llegara a conocer a su nieto Fer, que tanto se le parece)


domingo, 1 de septiembre de 2013

Dos de septiembre (1)

Fer era un niño situado en esa edad donde los sueños y las realidades se juntan o se separan, confusos, en el incierto horizonte de la fantasía. Aquel día era uno de septiembre. Fer se acababa de acostar, finalizaba su veraneo que como cada año pasaba en una finca que tenía su familia en el interior de la provincia de Murcia. Faltaban pocos días para que volviera a Madrid a iniciar el nuevo curso. La finca estaba situada al pie de un monte que de noche refulgía en la oscuridad, parecía tener magia, vida propia, misterio.

Aquella tarde del uno de septiembre había sido especial. Un tío suyo, al que veía muy pocas veces, había llegado de no se sabía muy bien dónde. Tenía una cabaña de madera situada donde empezaba o acababa el monte, cabaña que nunca llegaron a ver por dentro Fer y su hermana Ana, pues siempre estaba cerrada.

–Tío, llévanos a tu cabaña –, le dijeron.

Y para allá se fueron, con algunos primos más pequeños. Estaba anocheciendo. La cabaña siempre había ejercido cierta fascinación en Fer, Ana y sus primos. Su tío la abrió y les mostró lo que allí había, a la luz de un camping-gas que ardía con fuerza, como molesto de que lo hubieran despertado. Sobre las paredes, clavados, extraños artilugios de esparto cuyas sombras se movían caprichosas inventando bailes al ritmo del fuego, un libro muy gordo en una balda, un camastro azul, unos tirachinas viejos que el tío le contó que había traído de no sabía dónde, una hamaca que extendió entre dos oscuros pinos...

Todas estas circunstancias contribuyeron a crear el clima propicio. En el camino de regreso a la casa de Fer, ya anochecido, alguien empezó a contar historias de lobos, de fantasmas, de aullidos nocturnos, de bufandas que golpeaban en la espalda de alguien que corría en bicicleta pensando que era el demonio que lo llamaba, y alguien empezó a hablar de una cueva mágica situada en lo alto del monte, mucho más arriba de la cabaña. Fer alucinaba ¿existían los fantasmas? ¿había animales feroces por aquellos montes? Y sobre todo... aquella cueva de la que tanto había oído hablar ¿existía realmente?. Él quería conocerla, pero nadie lo llevaba a enseñársela.

En todo esto pensaba en su cama Fer esa noche después de acostarse, hasta que poco a poco se fueron cerrando sus ojillos achinados. Primero el derecho, y luego el izquierdo. Estaba ya dormido cuando el grito de un mochuelo lo despertó...

–Uhuu! Uhuu!–  decía el mochuelo.

Fer abrió un ojillo, el izquierdo esta vez, luego el otro, el derecho, y pensó “el mochuelo me quiere enseñar la cueva”. Tenía mucho miedo, la casa estaba a oscuras, en silencio absoluto, no había nadie levantado. Pero se armó de valor, se calzó las zapatillas, se puso los pantalones y su camiseta roja... y salió al exterior, tenía que conocer la cueva. 

Fuera no se oía ningún ruido, ni el del mochuelo siquiera, la oscuridad lo impregnaba todo, sólo apenas se podía ver clarear, en el suelo, la línea del viejo camino que subía al monte. Fer, asustado, comenzó a andar ese camino, pasito a pasito al principio, abriendo bien los ojos y los oídos para poder captar cualquier sonido o visión fantasmal, casi sin respirar, oyendo sólo los latidos de su corazón... y más confiado luego, al comprobar que nada especial ocurría. El camino subía y subía por el monte, cada vez más empinado, pero Fer estaba seguro de que esa trocha de piedras acabaría llevándolo a la cueva misteriosa.

Había pasado mucho rato, la cuesta no terminaba, Fer estaba muy cansado, no veía el final del sendero que se perdía entre las sombras.

–Mierda–  pensó (aunque Fer no decía tacos, a veces, cuando estaba solo, se le escapaba este término escatológico)–, no me he traído nada para comer y este camino puede ser muy largo, ya casi no puedo con mi alma, si al menos me hubiera traído un caramelo para recuperar fuerzas...–

(Continúa)