jueves, 19 de diciembre de 2013

En el metro (cuento de navidad y 2)

(Continuación)

El hombre llegó hasta donde yo estaba. No pudiéndome refugiar en periódico o móvil, opté por fijarme atentamente en el recorrido de la línea circular impreso sobre la puerta situada frente a mí, línea circular que me importa un comino y que nunca voy a coger; un hacerme el sordo para tapar mi conciencia ya bastante insonorizada. 

Y sucedió algo. El negro introduce su mano en uno de los bolsillos del desgastado chándal azul, rebusca en la profundidad casi vacía, extrae un par de monedas y las deposita con dignidad en el pocillo de mi paisano blanco. Resuenan como punzadas en las miradas soslayadas de los viajeros, que pronto vuelven a sus quehaceres; son esas circunstancias que te remueven unos instantes y luego olvidas. 

Llego a mi estación de destino, salgo al andén. A mi espalda suena un crujir de puertas que se cierran, un estremecimiento de metal, el rozamiento de las ruedas sobre los raíles al alejarse, el silencio. Delante, el corto pasillo y más allá, el chirrido monocorde de la escalera mecánica que me vomitará –o me defecará– en unos minutos sobre la acera inundada de lucecitas, belenes y villancicos hipócritas.

(Foto: el metro sale de la estación)

lunes, 16 de diciembre de 2013

En el metro (cuento de navidad 1)


Sucedió un día cercano a la navidad. O no; quizá sucedió otro día cualquiera. Yo viajaba en el metro desde no sé qué estación hasta no sé cuál otra, los orígenes y los destinos siempre son inciertos, agazapados. Apoyada mi espalda en el lateral del vagón, de pie, no me gusta sentarme. Frente a mí, un negro (sí, un negro, me revienta que se los llame subsaharianos, son negros a mucha honra, no sé cómo soportaríamos los blancos que ellos nos llamasen suprasaharianos) agarrado a la barra central, chándal azul muy usado, aspecto desaliñado, bolsa sucia de plástico al hombro. Maliense, o senegalés, o nigeriano; en cualquier caso –pensé– un sin papeles con los pies aún húmedos de mar, tristeza, inquietud y esperanza. 

Cavilaba sobre estas cosas –en el metro cavilo mucho– cuando ví acercarse por el otro extremo del vagón otro hombre también desaliñado, también embutido en un chándal también azul y usado, también con una bolsa sucia de plástico al hombro. Solo que este era blanco y de mi tierra, su acento castellano lo pregonaba. En su mano derecha, un pocillo metálico que sacudía mientras caminaba hablando algo de parado, de sin trabajo, de solidaridad, de dos hijos que alimentar, de qué sé yo, a veces cierro los oídos para fingir que no oigo. Se me acercaba ante la indiferencia del resto de los viajeros del vagón; unos se embutían aún más en su smartphone, otros fingían leer el diario, alguno se echaba el móvil al oído para simular una charla inexistente, otros le daban descaradamente la espalda; cualquier excusa era buena para negar una ayuda al hombre, sin duda necesaria.

(Continúa)

(Foto: el metro entra en la estación)

sábado, 14 de diciembre de 2013

miércoles, 11 de diciembre de 2013

domingo, 8 de diciembre de 2013

miércoles, 4 de diciembre de 2013

lunes, 2 de diciembre de 2013

Buscando el final del túnel (1)


(Nota: he eliminado la posibilidad de hacer comentarios mientras dure mi búsqueda del final del túnel porque aquí abajo no se ve ná, no se puede leer, ni se escucha, ni quiero desconcentrarme mientras busco y busco y busco esa lucecita de salida o ese brote verde. Pido disculpas y sigo escudriñando oscuridades durante todo este mes de diciembre, a ver si los encuentro o continúan las mentiras de siempre. Taluego)

lunes, 25 de noviembre de 2013

El hombre de la escalera


Él camina despacito que las prisas no son buenas, agarrada penosamente la mano izquierda a la baranda, el gastado bastón en la derecha, maldita artrosis, la cabeza caída, pensativo. Sube peldaño a peldaño, clopin clopant, con esfuerzo indisimulado, putaine arthrose encore, la escalera de salida del banco, arrastrando su traje oscuro de bolsillos dilatados, tan usado como él.

Va pensando en el crédito que le acaban de negar, o en la pensión que no le ha llegado, refunfuñando pues no va a poder pagar ni siquiera el café del bistrot de la esquina, ajeno al hombre armado que casi lo arrolla al bajar esa misma escalera, grita, dispara y la sube cinco segundos después casi arrollándolo de nuevo, estos jóvenes van como locos, ya no respetan nada, quelle folie. Llega a la salida con el corazón en la garganta y lo que le queda de pulmón asomándole por la boca, se detiene un instante para recuperar el resuello y desaparece renqueando por el lado oscuro de la acera anónima.

Me hubiera gustado estar esperándote a la salida del banco, agarrado también a mi gayá, haberte cogido del brazo y pasito a pasito haber seguido juntos calle abajo hablando de nos malheurs, de nuestras alegrías, de nos grandeurs, de nuestras miserias, del atleti y el olympique, de fignon y delgadó, de la liberté, la fraternité, l’égalité, esas tres utopías que nadie ha conseguido conseguir, del jumilla, joumi ¿quoi?, connais pas, sí, hombre, un vino de mi tierra, te enviaré una cajica, oh merci, de la puta política, de los putos políticos, y entre risas, palmadas en la espalda, toses, tropezones y ohlalás habernos perdido así abrazados en la fría niebla de París.

(Vídeo: Un hombre abre fuego con una escopeta en la sede del diario Libération)

lunes, 18 de noviembre de 2013

El tic final


La enfermedad de los relojes, ya anunciada por los más aventureros, llegó y todos los relojes del mundo murieron. Las horas, los minutos, los segundos desaparecieron engullidos por el virus. Un tic final en cada esfera, en cada pantalla digital, que no fue acompañado por el tac de la continuidad (a cada tac sigue siempre un tic; pero no sucede lo mismo a la inversa: si después del tic no aparece el tac el reloj ha muerto, es así). El tic final. 

El caos inundó un Mundo cuadriculado, planificado, y la gente no supo qué hacer, angustiada. Todos los ojos se volvieron entonces hacia La Peña de Allarribotas, pequeña aldea serrana de la Región de Murcia (España). Allí vivía Ginés “el de la Usebia”, hombre mayor, breve, gorra calada hasta las cejas, tez morena surcada por el arado de mil soles, ojos pequeños vivaces. Tenía un don: conocía la hora, con la precisión de un longines, con solo olfatear el viento, mirar el horizonte del ocaso y musitar unos decires que nunca desveló a nadie. 

Ante la insistencia mundial construyó una atalaya en la era de su cortijo, subió a lo alto con la silla de enea y su móvil de última generación, se sentó y se dispuso a olfatear vientos y escudriñar horizontes. Desde allí contestaba whatsappeando a los millones de peticiones de hora que le hacían desde todos los rincones de la Tierra. Servicial, generoso, desprendido, nunca falló a nadie ni cobró un chavo por su aportación a la Humanidad. Solo se alimentaba de agua de la cieca y morcón con habas secas que le subía cada dos semanas su sobrino Andresico "el Cabernera". 

Un día dejó de contestar. Extrañada, la gente del lugar y de los lugares acudió en tropel al pie de la atalaya para averiguar qué ocurría. Millones. Andresico trepó a lo alto aunque no tocaba. Y allí encontró a Ginés “el de la Usebia” sentado en la silla de enea, muerto, con las ventanas de la nariz bien abiertas apuntando a los vientos dominantes y los ojillos mirando sin verlo ya el horizonte del ocaso. A sus pies había una nota escrita por Ginés en el papel que envolvía el morcón. Andresico la recogió, la leyó. “Tic”, ponía.

(Foto: mi peluco de tres esferas, dos analógicas y una digital, uno no se priva de nada, detenida cada una a la hora en que le entró el virus mortal de las horas perdidas)

sábado, 16 de noviembre de 2013

La porquería de Madrid


No, no insulto a esta ciudad, a la que quiero y que me vio nacer aunque me escapé enseguida. Me refiero a las consecuencias de la justificada huelga de los empleados de la limpieza, que ha hecho que Madrid parezca estos días un estercolero. 

Como soy curioso, científico y estadístico, me he dedicado hoy a analizar el contenido de una de las papeleras volcadas por los huelguistas cerca de mi casa, con objeto de comunicar mis conclusiones a la excma alcaldesa de la capital, por si cree oportuno utilizarlas para una mejor gestión de las basuras de la gran urbe. 

En la papelera había (ver foto):
5 latas de cerveza mahou tres estrellas
1 lata de cerveza mahou cinco estrellas
1 botellín de cerveza inidentificada
1 lata de cocacola light
1 brik de cacaolat
1 botella de un litro de plastiquirri de font bella limón
1 paquete probablemente de patatas fritas
1 bolsa con el nombre de “tsunami” impreso
1 lata inidentificada
1 resguardo de supermercado
Varios de los papeles que nos colocan en los parabrisas de los coches (“teletaller”, "compro su coche", "Pub La Loba, visítame, eres mi tigre" y otros similares)
1 tiquet de aparcamiento del día 29 de un mes inidentificable
1 paquete de cigarrillos winston
1 bolsa de lonchas de jamón
1 envase seguramente de empanadillas u otro producto envasable
Varias colillas de cigarrillos de distintas marcas
4 condones durex tamaño S (small)
16 bolsas de plástico verde con cagarrios de perros en su interior

Conclusiones de mi estudio:
1. Hay que ver lo que cabe en una jodía papelera
2. En mi barrio no se bebe vino
3. Los vecinos de mi barrio la tienen (la tenemos) pequeña
4. Los perros de mi barrio cagan mucho

El resto de conclusiones sobre tipo de cerveza que se bebe, papeles de parabrisas, marca de tabaco, envases de comida (seguramente procedentes del chino de la esquina), etc., no tiene relevancia. Como recomendación final, sugiero a la excma alcaldesa que a las papeleras (en vista de que el contenido en papel y derivados es escaso mientras que el de las cacas de perro supera el 32%) se las denomine a partir de ahora “cagaleras”, pero me da a mí que no me va a hacer ni puto caso. Así le va.

(Foto: contenido de una papelera de mi barrio volcado sobre acera)

lunes, 11 de noviembre de 2013

Fuego

La flama se estira, quiere desprenderse de la mano que la domeña, ser libre, 

intenta al menos abrazar en humo 

la nube inaccesible, por su deseo de volcar su pasión en algo tangible 
aunque sea etéreo y pasajero, casi inmaterial.

Fuego encadenado, pasión sin objetivo, orgasmo inútil, diferente. 
Él quisiera penetrar hacia la profundidad cálida y húmeda de la tierra,
retroarder quemando en oleadas sucesivas la sima femenina que lo excita
y lo espera con la piel abierta a una caricia encendida que no llegará. 

No lo han dejado y al fin se extingue, ascua en cenizas sin color, sin brillo, 
sin esperanzas, sin humo.

(Fotos: quemando restos de poda en Mayrena ayer mismico)

viernes, 8 de noviembre de 2013

Canelones


Cambié las sábanas de la cama, me fui al mercadona a comprar un paquetito de canelones TMO (tres minutos de microoondas) y una botella de verdejo, subí al huerto a recoger el último tomate de mi tomatera, preparé la mesa en la cocina, con el macrotazón que te gusta para el colacao que te gusta, los cubiertos de ikea y las servilletitas de papel, encendí la radio sintonizada en radiomelodía por aquello del ambiente, y me dispuse a esperar tu llegada. Pero no has llegado. El verdejo se ha calentado, la vecina se asoma a la ventana cada diez minutos y se ríe sonoramente, el tomate se quedó pansío y la radiomelodía solo emite a estas horas esos boleros que tanto odio. Y lo que es peor, los canelones están a punto de caducar en su paquetito inabierto.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Santanica


La santanica vuela a la flor;
beso fugitivo.
El élitro se despliega;
siete puntos en el aire.
Y el pétalo, que morirá esta tarde,
al fin encuentra sentido a su efímera existencia.

(Foto: santanica sobre cápsula de romerina, "Cistus clusii")

lunes, 28 de octubre de 2013

Veintitrés segundos



Un leve quebranto que solo ella escucha la desgaja de la rama y piensa "al fin libre" aunque sabe que su vuelo será efímero y definitivo. Se deja caer un instante, como para tomar impulso y luego cabalga, descendiendo, la brisa que ella inventa. Ahora gira sobre sí misma, se cierne, dibuja espirales asimétricas, se cree mariposa –es mariposa–, muestra al ojo del espectador, en un juego rítmico y alternativo, su haz amarillento, su envés ocre, coqueta, provocadora. Entonces aprovecha un leve movimiento de aire para alejarse, remontar espacio entre volteos que parecen descontrolados, como queriendo despedirse de la rama que la retuvo durante meses en un abrazo no tan deseado. Finalmente pliega sus bordes, recogiéndose, pierde velocidad y se posa abonico en la ladera, entre un guijarro y una mata de alhucema que no está allí por casualidad. Y queda inmóvil, pegada a la tierra parda que pronto la convertirá en tierra (siempre la tierra), en agua, en savia. Y un día en otra hoja cautiva que también disfrutará, en su otoño, de veintitrés segundos de libertad.

(Foto: hoja de rebollo)

domingo, 27 de octubre de 2013

La hora vacía


¿Por qué me regalas una hora? ¿Es un premio por esperarte, un regalo adherido al paquete de gominolas? No quiero tu hora vacía, tu nada, tu retroceso hacia lo mismo. La exprimiría si mi nadismo de esta noche lo rellenaras tú, tan ausente, pero sé que hoy tampoco vendrás, falsas promesas. Gracias, te devuelvo tu hora regalada sin esperanza, tu paquete de gominolas, y sigo mi camino paso a paso, sabes cómo encontrarme.

(Foto: mi reloj de cristal roto parado en espera de las dos de la madrugada sobre hoja bicolor de higuera, y gotas de lluvia)

lunes, 21 de octubre de 2013

Rincón


Es como encontrar un rincón todavía cálido, solitario, recién abandonado por una piel imaginada, y cobijarte en su interior sin esperar nada, sólo aspirando ese aroma femenino que aún perdura en cada tallo, en cada brote, en cada terrón, en cada caricia no acariciada.

(Foto: charca en la rambla del Agua, Caravaca de la Cruz)


lunes, 14 de octubre de 2013

Aire, nube, agua

Aire con olor a pino;
nube libre, vagabunda,
caminante
de ida y vuelta;
agua, sal, yodo;
conchena.
 Tú aire vegetal, 
tú nube errante, 
tú agua, espuma, rocío...
y arena.

(Foto: huellas en arena de playa atlántica)

lunes, 7 de octubre de 2013

El regreso


La luna, el cerro, el grito inquietante del cárabo, el viento fresco en la mejilla, la ardilla rezagada, el termo con café, recordarte. El olor a pino. Un botijo. 

Luego la linterna de gas, un cuadro encendido, los artilugios de esparto colgados en la pared de madera, la camiseta blanca con un recorrido mágico grabado en el pecho, la novela de Cortázar empezada diez veces y nunca continuada, el aullido del zorro, las sombras que bailan, el reposo de la hamaca. El camastro que se despliega, un saco de dormir, la oscuridad. Y los cacharros que robé en aquel pueblo abandonado antes de que los robasen otras manos, ahora insomnes, como yo pugnando por mantener los ojos abiertos y seguir gozando de la soledad buscada, prolongándola esta última noche. El "te espero" intuido, vegetal.

Ya el regreso, la cara siniestra del mismo paisaje, la cinta negra, los bocadillos impersonales de barras impersonales, el olor a gasolina, las distancias menguantes en los carteles azules. Los relojes. El cemento aumenta, invade, sube como dedos que intentan agarrarse a la ilusión que se escapa, para no perder lo vivido, diluyéndose en brumas sin horizontes, frías.


(Fotos: dos de las torres de Azca, sumergidas en la niebla, y un rinconcito de mi cabaña)

lunes, 30 de septiembre de 2013

Reciclando y tuneando muebles y cosas viejas















(Tira dedicada a Clara, la reina de los tuneos y los recicleos)

jueves, 5 de septiembre de 2013

Nadamientos

Me escapo de la viñeta. Pero no voy huyendo, quede claro, más bien buscando. Meto el patito de goma, el cepillo de dientes, un libro en la maleta breve, me calzo las chanclas, el bañador verde y me piro a nadar a ese mar que no acaba de entenderme. O no empieza, los amores asimétricos.

Sí, a nadar ahora que las medusas se han hastiado de asustar y huyen a simas imposibles. Ahora que para alcanzar tu orilla no hay que ir pateando culos enrojecidos, embadurnados de cremas y potingues. Culos. Ahora que la soledad tan buscada en la ola lejana es más fresca y mansa, acariciadora. Ahora que las chillonas motos de agua no amenazan con descuartizamientos ni hedores de gasolina inútil. Ahora que la mar –eres mujer– espera a mí y a unos pocos, siempre seductora, atractiva, provocadora, infiel.

Y es que para un jubilata no existen puentes ni vacaciones establecidos, todo es vacación, todo es puente improvisado hasta la otra orilla aún oculta por la fronda verde, espesa, diversa, vital.

Que me escapo, ea.
(Mescapé)


lunes, 2 de septiembre de 2013

Dos de septiembre (y2)

De pronto vio que, un poco más adelante, el camino se bifurcaba en dos ramales, uno que continuaba ascendiendo hasta perderse en la oscuridad de la noche, y otro que bajaba ladera abajo, hacia lo que Fer pensó que podía ser un valle oscuro. Al llegar a la bifurcación, Fer se detuvo, indeciso ¿cuál de aquellos caminos debía tomar para llegar a la cueva? Los dos se hundían en la noche, pero el del valle parecía más fácil de recorrer, el otro no hacía más que trepar y trepar por el monte...

Y de repente.... ¡lo vio!

Al principio, para Fer sólo fue una sombra sentada sobre una piedra que separaba los dos caminos. Fer se asustó, estuvo a punto de gritar (quizás hasta gritó), quiso darse la vuelta y salir escopetado hacia abajo, hacia su cama que aún debía de estar calentita... Pero, aunque se le vinieron a la memoria todas las historias de miedos y fantasmas y lobos y aullidos que le habían contado esa tarde, aquella sombra sólo transmitía paz. Poco a poco descubrió que la sombra era un hombre mayor, que miraba a Fer con una inmensa dulzura, a través de unos ojos pequeños y alegres como los suyos. Fer se le acercó, pasito a pasito, fascinado, hasta que estuvo bastante próximo como para coger la mano que el señor mayor le tendía. Así, cogidos de la mano, se miraron con la misma mirada, con los mismos ojos entornados, y sus mismas caras mofletudas se abrieron en una sonrisa única, como las dos caras de un espejo, casi iguales si no fuera por las arrugas que adornaban los ojillos del señor mayor. A Fer se le pasaron todos sus miedos, aquella persona le inspiraba absoluta confianza. Sin soltarle la mano le preguntó:

-–Esto... abuelo ¿cuál de estos dos caminos es el que lleva a la cueva misteriosa?

El señor mayor lo miró sin dejar de sonreír y le señaló, levantando la cabeza y haciendo un gesto con su gran nariz, hacia el camino que subía por el monte.

–Puf! –dijo Fer– Pero ya llevo mucho rato caminando, estoy muy cansado, y ese camino tiene muchas cuestas, además, no me he traído nada para comer...–

El señor mayor metió la mano en el bolsillo de su camisa y sacó lentamente un caramelo mitad azul y mitad verde envuelto en un papel que era al revés, mitad verde y mitad azul. Se lo entregó a Fer quien, después de desliarlo, lo introdujo en su boca y empezó a chuparlo lentamente, mientras miraba el camino que debía seguir. El día empezaba a clarear, y en lo alto del monte se veía una estrella que Fer imaginó que le mostraba el lugar donde se encontraba la entrada de la cueva. Siguió chupando el caramelo, mirando aquella estrella, y notó que las fuerzas volvían a apoderarse de él. Sonrió una vez más, decidido a encontrar la cueva, seguro de que por fin lo iba a conseguir. Pero antes de continuar su camino, se volvió hacia el sitio donde estaba el señor mayor, quería agradecerle su ayuda.

–¡Gracias, abue...lo... ¿abuelo?

El señor mayor ya no estaba allí, sólo quedaba la piedra sobre la que había estado sentado, y un intenso olor a romero. Fer se encontró de nuevo solo, con un papel la mitad verde y la mitad azul en la mano, que introdujo en el bolsillo del pantalón para depositarlo en la primera papelera que encontrara, sus padres le habían dado muchas veces la paliza de que los papeles no se tiran al suelo y Fer, a veces, obedecía a sus padres. Pero en el monte no hay papeleras, por eso se lo echó al bolsillo y se olvidó de él. El día ya clareaba, el brillo de la estrella empezó a perderse, hundido en los rayos del amanecer, y Fer siguió subiendo el camino, feliz, confiado, lleno de fuerza....

.... hasta que lo despertó un rayo de sol que se colaba entre las cortinas de su dormitorio. Ya era dos de septiembre.

Ha sido un sueño– pensó Fer–, un sueño muy bonito.

Bostezó dos veces, se sentó en la cama, se puso su camiseta roja, su pantalón y no pudo evitar rebuscar en el bolsillo. Allí estaba: lo palpó, lo sacó. Era el papel, la mitad verde la otra azul, del caramelo que le había dado aquel señor mayor en el monte. Fer miró el papel, lo hizo crujir entre sus dedos regordetes, y lo volvió a introducir en el bolsillo, con parsimonia, mientras guiñaba un ojillo pícaro y sonriente al rayo de sol que se colaba por la persiana.

(A mi hermano Fernando, a quien un dos de septiembre una curva maldita impidió que llegara a conocer a su nieto Fer, que tanto se le parece)


domingo, 1 de septiembre de 2013

Dos de septiembre (1)

Fer era un niño situado en esa edad donde los sueños y las realidades se juntan o se separan, confusos, en el incierto horizonte de la fantasía. Aquel día era uno de septiembre. Fer se acababa de acostar, finalizaba su veraneo que como cada año pasaba en una finca que tenía su familia en el interior de la provincia de Murcia. Faltaban pocos días para que volviera a Madrid a iniciar el nuevo curso. La finca estaba situada al pie de un monte que de noche refulgía en la oscuridad, parecía tener magia, vida propia, misterio.

Aquella tarde del uno de septiembre había sido especial. Un tío suyo, al que veía muy pocas veces, había llegado de no se sabía muy bien dónde. Tenía una cabaña de madera situada donde empezaba o acababa el monte, cabaña que nunca llegaron a ver por dentro Fer y su hermana Ana, pues siempre estaba cerrada.

–Tío, llévanos a tu cabaña –, le dijeron.

Y para allá se fueron, con algunos primos más pequeños. Estaba anocheciendo. La cabaña siempre había ejercido cierta fascinación en Fer, Ana y sus primos. Su tío la abrió y les mostró lo que allí había, a la luz de un camping-gas que ardía con fuerza, como molesto de que lo hubieran despertado. Sobre las paredes, clavados, extraños artilugios de esparto cuyas sombras se movían caprichosas inventando bailes al ritmo del fuego, un libro muy gordo en una balda, un camastro azul, unos tirachinas viejos que el tío le contó que había traído de no sabía dónde, una hamaca que extendió entre dos oscuros pinos...

Todas estas circunstancias contribuyeron a crear el clima propicio. En el camino de regreso a la casa de Fer, ya anochecido, alguien empezó a contar historias de lobos, de fantasmas, de aullidos nocturnos, de bufandas que golpeaban en la espalda de alguien que corría en bicicleta pensando que era el demonio que lo llamaba, y alguien empezó a hablar de una cueva mágica situada en lo alto del monte, mucho más arriba de la cabaña. Fer alucinaba ¿existían los fantasmas? ¿había animales feroces por aquellos montes? Y sobre todo... aquella cueva de la que tanto había oído hablar ¿existía realmente?. Él quería conocerla, pero nadie lo llevaba a enseñársela.

En todo esto pensaba en su cama Fer esa noche después de acostarse, hasta que poco a poco se fueron cerrando sus ojillos achinados. Primero el derecho, y luego el izquierdo. Estaba ya dormido cuando el grito de un mochuelo lo despertó...

–Uhuu! Uhuu!–  decía el mochuelo.

Fer abrió un ojillo, el izquierdo esta vez, luego el otro, el derecho, y pensó “el mochuelo me quiere enseñar la cueva”. Tenía mucho miedo, la casa estaba a oscuras, en silencio absoluto, no había nadie levantado. Pero se armó de valor, se calzó las zapatillas, se puso los pantalones y su camiseta roja... y salió al exterior, tenía que conocer la cueva. 

Fuera no se oía ningún ruido, ni el del mochuelo siquiera, la oscuridad lo impregnaba todo, sólo apenas se podía ver clarear, en el suelo, la línea del viejo camino que subía al monte. Fer, asustado, comenzó a andar ese camino, pasito a pasito al principio, abriendo bien los ojos y los oídos para poder captar cualquier sonido o visión fantasmal, casi sin respirar, oyendo sólo los latidos de su corazón... y más confiado luego, al comprobar que nada especial ocurría. El camino subía y subía por el monte, cada vez más empinado, pero Fer estaba seguro de que esa trocha de piedras acabaría llevándolo a la cueva misteriosa.

Había pasado mucho rato, la cuesta no terminaba, Fer estaba muy cansado, no veía el final del sendero que se perdía entre las sombras.

–Mierda–  pensó (aunque Fer no decía tacos, a veces, cuando estaba solo, se le escapaba este término escatológico)–, no me he traído nada para comer y este camino puede ser muy largo, ya casi no puedo con mi alma, si al menos me hubiera traído un caramelo para recuperar fuerzas...–

(Continúa)

viernes, 30 de agosto de 2013

Víbora hocicuda

Pero para preciosa (y peligrosa) esta víbora
en el sendero de subida al nacimiento del río Mundo.
Esta sí parece decir con su mirada: "¡Eh, tú, el de la
maquinita, no te arrimes demasiao o te endiño
un bocao"
------

Y aquí termina la serie de ranas, sapos, sapillos, sapetes, 
lagartijas, lagartijonas, culebrillas y culebrones con la que he
pretendido distraer algo estos días de estío, 
este mes agosteño de calores, calorinas, calorcetes
y barrigas tostándose al sol. 

miércoles, 28 de agosto de 2013

Culebra de escalera

Ejemplar joven, con los escalones bien marcados en la espalda...
... y otro ya viejuno, con los escalones desgastados.
¡Cuántas de estas preciosas e inofensivas culebras 
mueren atropelladas en las carreteras!
O lo que es peor: a palos.

lunes, 26 de agosto de 2013

Culebra lisa europea

Una preciosa e inofensiva culebra de los paisajes españoles.

sábado, 24 de agosto de 2013

Camaleón

Intuído más que visto cerca de Doñana. 
Mimético, estrambótico, estrábico, cuatrisílabo. 
Se mostró verde entre el follaje verde y se escabulló luego a luego.
Me olvidó.
Y me quedé sin camaleón, sin estrabismo y, lo que es peor, sin follaje.

jueves, 22 de agosto de 2013

Lagarto azul. Lagarto tizón.

Dos endémicos, dos isleños, dos colores: azul y negro.

Lagarto azul, el más original y bonito que he visto en mi vida.
Del color de su mar caribeño tan próximo (Isla de San Andrés)
Lagarto tizón, el color de la roca volcánica sobre la que vive
en su isla canaria (Isla de La Palma)

martes, 20 de agosto de 2013

Lagartija serrana

Tu madre no lo dice, pero me mira mal
¿quién es el chico tan raro con el que vas?

domingo, 18 de agosto de 2013

Salamanquesa rosada

"Pelá" la llaman en Murcia.
Más mediterránea que la común. Más caradura.
No es difícil verla en las noches mayreneras cerca de
las farolas del porche, al acecho de bichejos imprudentes.

viernes, 16 de agosto de 2013

Salamanquesa común

Mimética, inmóvil, la delata su sombra sobre
la roca caliza que imita, mientras vigila
la entrada de la cueva para comerse a los malos.

miércoles, 14 de agosto de 2013

Lagarto ocelado

Jovencico, en una rambla caravaqueña.
Mira, piensa, cavila, sopesa.
O simplemente dormita al sol mañanero.

lunes, 12 de agosto de 2013

Lagartija colilarga

Rabo de cocodrilo
en cuerpo de lagartija,
¿quién te ensambló tan deprisa,
colilarga? Anda, dilo.