lunes, 26 de noviembre de 2012

Ausencia

Recuerdo, nostalgia, ausencia de tu piel desnuda, de mis dedos recorriendo lentamente los senderos de tu cuerpo, de mis labios en tu cuello, de mis ansias contenidas, prolongadas, de tu sonrisa en la mía, de la mirada única que solo brota ahora, de apretar tu piel en un difícil equilibrio entre pasión y ternura, de acariciar tus riberas, notarlas mías, de beberte, de entrar en tu cuerpo, lento, de susurrarte al oído palabras inventadas que lo dicen todo, de notar tu aceleración, tu respiración que se corta, tu mano que sube a tu garganta y la aprieta, nunca he sabido por qué, de oír mi nombre repetido en tus labios, de la sacudida, de mirar cómo explotas en un grito callado, de sentirte, sentirte, sentirte, de retenerme para seguir sintiéndote y luego abandonarme para diluirme en mil tequieros en lo más profundo de tu esencia. Deseo insoportable de ti, odiar tu ausencia, morder con rabia la almohada vacía buscando desesperado el último vestigio del aroma de tu cabello, tan lejano que ya solo perfuma mi recuerdo.

(Foto: cabello y espalda)

lunes, 19 de noviembre de 2012

Cagarruta

No la vi. Andaba yo olisqueando aquenios, cápsulas, escaramujos, metiendo mis glosas y paraglosas en valvas, gineceos y cúpulas con ánimo de trincar algún áfido o gorgojo por allí oculto, y no la vi. Ella sí me vio. Avanzó su pronoto y me lanzó sus despiadadas garras, como un resorte instantáneo de va (vacío) y viene (conmigo ensartado) mientras me miraba con sus múltiples ocelos, algunos bizcos, burlona. Me agarró por las coxas y comenzó a devorarme lentamente, con delectación, empezando por los espacios comprendidos entre los tergos y los esternitos, quizás mi parte más sabrosa. Siguió luego devorando mis órganos genitales y remató la faena, a modo de postre, paladeando mi vértex, gena y labro. Eructó. 

Dos horas más tarde, yo era una cagarruta negra, pequeña, retorcida al pie de su atalaya, entre decenas de cagarrutas iguales a mí. Miré con mi ojo herido hacia lo alto y allí seguía mi devoradora, ninfómana impenitente, disfrazada de criatura angelical, lamiéndose el clípeo y oteando inquieta su próxima víctima. 

(Foto: Ameles mimética sobre cápsula de jara pringosa)

lunes, 12 de noviembre de 2012

Triángulo de verano

Estás acostada en tu cama boca abajo y yo miro tu cuerpo desnudo, tumbado junto a ti. Coqueta, tierna, femenina, apartas con la mano el pelo de tu nuca, despejando tu cuello en espera de una caricia que sabes va a llegar. Acerco mi boca para besarte y descubro junto a tu oreja tres pequeños lunares que contrastan con la palidez de tu piel. Mis labios se mueven hacia ellos, los recorren despacio, con sensualidad, noto que te estremeces. Tres lunares que no conocía; tres lunares que son como tres estrellas en el firmamento limpio de tu piel. Los bautizo en voz baja: “Deneb, Altair, Vega, el triángulo del verano” y siento que sonríes. Luego mis dedos y mis labios siguen recorriendo tu cuerpo, lentamente, en busca de nuevas estrellas, de nuevas constelaciones inventadas, hasta llegar a perderse si tú quieres en el centro de tu galaxia.

(Foto: tres lunares, y una piel)

lunes, 5 de noviembre de 2012

El ovillo

El hombrecillo tropezó con el extremo del hilo del ovillo de lana.

–¡Un ovillo!–, dijo el hombrecillo, y de un salto se subió al hilo. Miró el ovillo, que ovillaba unos centímetros más allá, y decidió recorrer el hilo, sin más interés que el de tratar de encontrar el otro extremo, oculto a saber en qué profundidades ovilleras.

Los primeros diez centímetros fueros fáciles de recorrer: hilo de lana recto, exterior, separado del ovillo propiamente dicho, sin obstáculos próximos, buena visibilidad, cielo azul, sonrisa del hombrecillo. Pero una vez recorrida esa distancia, la cosa se complicó: llegaba la esencia del ovillo, la chicha, la maraña interna; lo anterior solo había sido un aperitivo. 

Agachando como pudo la cabeza y empujando con los hombros, el hombrecillo se introdujo en el ovillo e intentó seguir la trayectoria del hilo de lana. Consiguió avanzar algunos centímetros con bastante sufrimiento, ya que los hilos próximos lo oprimían,  produciéndole además la lanilla picores y desazón. Entonces escogió otra táctica que le pareció más inteligente: rodeó el hilo con piernecillas y manos y, a impulsos de unas y otras, fue avanzando hilo adelante, centímetro a centímetro. 

Llevaba así veinte minutos. Sudaba en la oscuridad. “Trepaba” siguiendo la particular morfología interna nunca estudiada de los ovillos de lana. Perdió el sentido de la orientación con tantas revueltas, los nortes, los oestes y los sures se confundían. A veces reconocía a sus costados tramos de hilo que ya había recorrido antes, lo que aumentaba su desazón. Ahora notaba cómo profundizaba hacia el centro ovillero, donde suponía que estaba el extremo buscado, y luego se alejaba del referido centro para su desesperación. Las autopistas del ovillo se cruzan de mil formas diferentes, como el espagueti, sin un cartel señalizador de las distancias recorridas o por andar. 

La angustia se fue apoderando del hombrecillo, el calor era sofocante, no sabía si desandar (destrepar) lo andado o seguir el hilo hasta el final como era su idea primitiva o primigenia, que de ambas formas puede escribirse. Maldijo cuarenta veces la idea que había tenido de intentar descubrir el otro extremo del hilo del jodido ovillo de lana, qué le importaría a él dónde se hallase. Entonces movía los brazos con desesperación, soltaba las manos y las piernas, intentaba buscar un atajo hacia la luz, que sabía cercana, gritaba angustiados sáquenme de aquí pero los hombrecillos tienen la voz débil y solo un autillo lo hubiera podido oír si no fuera invierno y los autillos no se hubieran marchado ya a África.

Todo fue inútil. Al cabo de tres horas de agitarse, de gritar, de intentar zafarse del abrazo opresor del ovillo, el hombrecillo gritó un último quién me mandaría a mí y quedó inmóvil como crisopa en tela de araña. 

–Deme dos ovillos de esa lana– dijo la niña a la mercera señalando los ovillos en la estantería. 

Más tarde la niña tejía con punto de garbanzo y agujas del cinco una toquilla para su novio, que usaba toquilla en las frías tardes de invierno, por qué no. Y nadie sabe que en algún lugar de esa toquilla está inerte nuestro hombrecillo, o su espíritu casi invisible, sonriendo al verse por fin liberado del agobio asfixiante del ovillo, aunque preso de un punto de garbanzo del que ya nunca podrá escapar.