lunes, 24 de septiembre de 2012

Abuzarse en la cieca


¡Qué cansera traigo de recorrer esos cabezos, de trepar esas laeras atascás de romero y espliego, de atravesar las caleras, los ribazos, los ramblizos, mis piernas heridas por las punchas de espinos negros y aliagas...! La calor cuasi no me deja respirar una miaja, no se escucha ni siquiá el cante de la chamareta y el chipiculío, asfixiaos, azurronaos en la rama de la noguera. Me sostiene el amor insaciable que te tengo, Mayrena, el saber que tu cieca está cerca con su agüica corretona y cristalina donde luego a luego me voy a abuzar para beberte, beberte, beberte hasta reventar follonica perdío de tu esencia.

(Foto: el agua de la acequia de Mayrena)

lunes, 17 de septiembre de 2012

El calcetín


Me miraba, abrió sus labios y pronunció una frase. El sonido y las palabras atravesaron, nítidos, mis oídos. Luego se atropellaron, se descompusieron al tropezar con el yunque, el martillo, con la trompa de eustaquio, se quebraron en sílabas inconexas, en letras deshilachadas, y cuando al fin llegaron a mi cerebro no eran más que culebrillas, serpentinas, símbolos imposibles de descifrar, de recomponerse en una expresión coherente. Mis ojos inexpresivos miraban su mirada y de mi boca, semiabierta, surgía una baba viscosa que se desprendió mojando mi calcetín multicolor. 

(Foto: mi calcetín multicolor con florecilla, y pinza)

lunes, 10 de septiembre de 2012

La mujer que pelaba patatas


Yo pelaba patatas ris ras con el cuchillo pelador de patatas que había comprado en ikea o en leroy merlin, qué más da. Me gusta pelar patatas. Sentada en la silla de la cocina, abro un poco las piernas para que se forme un hueco en el mandil, cojo patatas y las pelo ris ras. 

Él cerró la puerta y lo vi alejarse a través de la ventana. Seguro que iba a la cabaña, le gusta dormir en su cabaña del monte. Ahora subía por el camino que atraviesa el bosquecillo de carrascas y desapareció entre la fronda, seguido a tres metros por un pavo de pluma negra y moco colgante. Algo va a pasar, me dije, a él no le gusta que lo siga un pavo. 

Cogí la siguiente patata y comencé ris ras a pelarla. Y luego otra. Y otra. Lo de pelar patatas es fácil, se domina cuando has pelado las primeras quinientas. Luego llega la rutina, el ris ras sin entonación, monótono y repetitivo. Yo ya las pelo sin mirarlas, sólo por el tacto. La práctica. Así aprovecho para mirar otras cosas. Aquel día había en la esquina del techo una pequeña salamanquesa, agarrada a la pared con sus deditos de caramelo de gominola. Quieta. Me miraba con su pupila vertical, sin perder de vista ni un instante el movimiento de la patata que giraba en mis manos. 

Y veinte horas más tarde todo seguía igual: yo pelando patatas, la salamanquesita mirando mis manos y él sin aparecer.

(Foto: salamanquesa mirando pelar patatas)

domingo, 2 de septiembre de 2012

El pavo


Al coger las llaves para entrar en mi cabaña me fijé. Estaba detrás de mí, a tres metros de distancia, pluma negra, parado, moco colgante, mirándome. El pavo. Sin duda me había seguido desde algún punto del camino que tomé tras dejarla en su casa pelando patatas. Me observaba con insistencia indiferente. Le dije “¡ox, ox!”, en el idioma que se emplea para espantar a las gallinas, pero no lo entendía, o fingía no entenderlo, y siguió allí, impasible. Cerré la puerta y me acosté, era tarde. 

A la mañana siguiente, al salir para llegarme hasta su casa y comprobar si seguía pelando patatas, el pavo permanecía allí. Esperándome, sin duda. Por el camino de tierra me seguía a tres metros en silencio. Si yo paraba él paraba; si seguía, él seguía; si lo miraba, él me miraba. Tres horas detrás de mí por trochas, veredas, senderos y vaguadas. Harto, no sabía qué estrategia seguir para desprenderme de él, nunca me ha gustado que me siga un pavo. 

Al final decidí subir a la cima del Cerro Gordo, el más alto del lugar, a los pavos nunca les ha gustado subir montes, creo. Dos horas de subida atravesando canchales, laderas empinadas, aulagares. Al llegar arriba, exhausto, miré hacia atrás. Allí estaba el pavo, a tres metros, parado, sin muestras de cansancio. Mirándome. 

Entonces tuve una idea: señalé una nube que pasaba sobre nosotros –alguien, no recuerdo quién, me dijo una vez que a los pavos les gustan las nubes–, y aprovechando que giró y elevó la cabeza para mirarla –y que en el movimiento el moco le había tapado el ojo derecho–, me precipité monte abajo a toda velocidad, por la vertiente distinta a la que habíamos subido, saltando matorrales, piedras, arroyos, conejos y cabras, sin detenerme ni un instante para mirar hacia atrás, hasta que al fin llegué al pie del monte. Me detuve jadeando detrás de un enebro y miré a mi alrededor. No había pavo. Miré luego hacia la cumbre, pero no se lo veía bajar por la ladera. Libre al fin, pensé, y me encaminé a la casa de ella. 

Dos horas me llevó llegar, dando un rodeo para despistar, interrumpidas de trecho en trecho por miradas angustiadas a mi espalda por ver si el pavo me seguía. No había pavo, me había liberado de él, pensaba, ingenuo. 

Abrí la cancela del jardín y me dirigí a la puerta. Pude oír en el interior el ris ris del cuchillo pelador de patatas, quizás llegaba a tiempo. Pero antes de golpear la aldaba para que me abriera, giré la cabeza, escudriñé el entorno, temeroso, y... ¿sabéis quién estaba detrás de mí? Os equivocáis, seguía solo. No había ni rastro de aquel pavo que debería haber estado allí, a tres metros de mi espalda, mirándome, según los guiones establecidos y las historias previsibles. Algunos cuentos de pavos tienen finales sorprendentes.

(Foto: la cumbre del Cerro Gordo, y la nube que miraba el pavo)