lunes, 25 de abril de 2011

Mi única copa (o tener "mal ganar")


Durante muchos años sentí pasión por el tenis. Una pasión no compartida: a mí el tenis me apasionaba, pero yo no le apasionaba al tenis; los amores son a veces así de asimétricos. Participaba en torneos, en campeonatos... y siempre perdía. Mis rivales, al acabar el partido, me daban la mano (en este deporte se da uno muchas veces la mano), y me decían con una sonrisa de superioridad imposible de disimular: “Qué pena aquel lob que fallaste, has jugado muy bien”, o algo parecido; siempre hay una excusa para no herir la susceptibilidad del derrotado, un pasarle la mano por el lomo después de haberlo vencido o incluso humillado.

Total, que me fui acostumbrando a perder. Tanto me acostumbré que no solo no me molestaba perder, sino que me gustaba; siempre sonreía al acabar cada encuentro, feliz. “Tiene muy buen perder”, decían de mí; y era cierto.

Un año, la empresa en la que trabajaba organizó un torneo de tenis contra una empresa rival: siete participantes por cada empresa, siete emparejamientos individuales, siete puntos a repartir (uno por partido ganado). Y una copa para cada participante que ganara su punto, además de la copa para la empresa que venciera en el cómputo total. Yo me apunté ante el cabreo de mis compañeros, mi partido era un punto perdido seguro; pero al final tuvieron que admitirme pues no había más candidatos para completar los siete requeridos. En el sorteo, me tocó enfrentarme al número uno de ellos, un tipo que –decían–, jamás había perdido un partido y tenía muy mal perder.

Llegó el día señalado. Mi rival me impresionó en la presentación: me sacaba dos palmos de altura, sus brazos eran dos mazos, sus piernas dos columnas. Yo parecía un alfeñique a su lado, aunque procuraba meter barriga para no causar demasiado mal efecto. Al darnos la mano junto a la red (en este deporte siempre anda uno dándose la mano) recuerdo que me dijo, sin fijarse en mí: “Perdona que te gane en seguida, pero es que tengo prisa”

Y comenzó el partido. Y mira tú por dónde ese día me vino la inspiración, o la fuerza, o la habilidad, o vaya usted a saber qué, y pim, pam, pum, un revés por aquí, otro por allá, passing shots varios, lobs liftados o sin liftar, drives de muerte, smashs con grito, servicios a la te, dejadas increíbles... poco a poco lo iba ganando y minando su moral. En los cambios de pista me miraba con ojos cada vez más encendidos y me pareció ver, en el último cambio, cuando ya estaba a punto de perder, que echaba espumarajos por la boca. Aquel individuo parecía que en efecto tenía muy mal perder. Pero yo no estaba más feliz: también lo miraba en cada cruce con odio en mi mirada y también se me escapaban espumarajos por las comisuras de mis labios arqueados hacia abajo. Aquello no podía terminar bien. Me pareció comprobar, por primera vez en mi vida, que yo tenía muy mal ganar.

Y llegó el punto final: un saque suyo terrorífico que no sé muy bien cómo acerté a devolver, de modo que la pelota –bola, decimos los tenistas avezados– se posó mansamente al otro lado de la red mientras mi rival corría como un poseso desde el fondo de su pista, gritando energúmenamente, sin llegar a devolverla a mi lado. Yo había ganado el partido, el punto y la copa. Y ocurrió lo que se preveía: mi rival saltó la red gritando como un loco, y se dirigió hacia mí enarbolando la raqueta, dispuesto a partírmela sobre la cabeza. Tenía muy mal perder, en efecto. Pero mi reacción no fue diferente, me lancé sobre él también con mi raqueta al aire, no para defenderme sino de rabia por haber ganado el partido. Él tenía muy mal perder, y me di cuenta ese día de que yo, como suponía, tenía muy mal ganar.

Los recogepelotas y un cura que había por allí nos separaron y la cosa no pasó de dos cabezas partidas, dos raquetas rotas y mil insultos en el aire. Al final no nos dimos la mano (en este deporte se da uno muchas veces la mano)

Hoy supongo que en el mueble de los trofeos de mi rival de aquel día, lleno de copas, habrá un hueco en el lugar correspondiente a la copa que le gané. Cada vez que mire ese único hueco vacío imagino que volverán los espumarajos a sus labios. Mi caso es el contrario: mi mueble de trofeos está absolutamente vacío de copas, excepto aquella que gané aquel día. Cuando la miro también se me llena el morro de espumarajos. Cada uno recibe lo que merece, oye.

¿Que qué pasó después? Fácil: se me fue la inspiración y volví a perder todos mis partidos, hasta la fecha, para satisfacción de mis rivales y la mía propia. Siempre me dicen: “Da gusto jugar contigo, tienes muy buen perder”, mientras me extienden la mano (en este deporte se da uno muchas veces la mano), o me la pasan por el lomo.

(Foto: mi "sala" de trofeos)

lunes, 18 de abril de 2011

Dibugos

Hace tiempo publiqué en el blog los primeros escritos de mi hijo Daniel. Hoy quiero mostrar los primeros dibujos de mi otro hijo, Hugo. Los llamo “dibugos”, y los tenía guardados por ahí. Cuando los dibujó apenas tenía tres años. Su lengua era de trapo; coche para él era “ote”; padre, “paye”; rueda, “eia”; bicicleta, “eta”, y en su diccionario incipiente no existía la palabra tristeza. Me ayudó su madre en la interpretación, solo las madres saben interpretar al cien por cien ese idioma bisilábico incipiente de los hijos. Los padres, torpones casi siempre en estas lides, y en tantas otras, apenas si llegamos al diez por ciento. Debajo de cada dibujo escribí lo que él me dijo que había dibujado. Los primeros rayotes de un arquitecto.

Oca, eia cote, ten peo ma feio

Cote, boie

Cote ma ande, fiye

Queio tene eia

lunes, 11 de abril de 2011

Lluvia ascendente


Llovía hacia arriba, os lo aseguro, ¡hacia arriba! Brotaban las gotas desde la hierba que yo pisaba, gordas, y se precipitaban, es un decir, hacia el cielo. Un cielo azul, despejado. Yo estaba en el monte recogiendo espárragos; me gusta recoger espárragos, qué le vamos a hacer. El suelo se había cubierto de nubarrones al inicio blancos y luego negros, amenazantes. Sonó un primer trueno que parecía surgir del agujero de un grillo que grilleaba por allí. Y comenzó a llover hacia arriba; ya lo dije, no es cuestión de insistir.

Luego empezó a granizar; los granizos ascendían por la parte interior de los pantalones castigando mis canillas, dolía (no llevaba calcetines). Entonces cogí el paraguas, siempre lo llevo cuando voy de espárragos, es una manía. Apoyé su extremo en el suelo, lo abrí a modo de barca y, con un salto ¡hop! me subí agarrándome al mango.

La lluvia, cada vez más intensa, nos empujaba hacia arriba al paraguas y a mí dentro, o encima. Comenzamos a subir, a subir hacia el cielo, arrastrados hombre y paraguas por aquella fuerza irresistible. Al cabo de dos horas o cinco —no sé precisar, no llevo reloj cuando voy a buscar espárragos— salió un extraño arcoiris inverso y cesó la lluvia. Suspendido allí arriba, muy alto en el aire, asomé la mano para comprobar que ya no subía agua del suelo. No subía. Entonces cerré el paraguas; ya no tenía ningún sentido mantenerlo abierto.

(Mono: diego fecit)

lunes, 4 de abril de 2011