lunes, 28 de febrero de 2011

Torcerse a la izquierda


Se te está torciendo a la izquierda–, me dijo un vecino mirándolo fijamente hace unos días, al cruzarnos en el portal; y siguió su camino sin otros comentarios. Yo no me había fijado, los fijamientos propios son subjetivos, o interesados, o poco reales: falsos. Por eso es positivo que un vecino imparcial con el que apenas te unen unos “buenos días” en el ascensor, o “buenas tardes”, te lo diga: –Se te está torciendo a la izquierda–, me dijo. Yo ya lo sospechaba por las huellas que dejaba desde hace algún tiempo en la arena de la rambla, parecidas a un punto de interrogación escorado –levemente, me pareció– hacia la izquierda.

Entonces lo observé, con cierta prevención, procurando imaginar que el observamiento fuese ajeno, de otro, no el mío propio, para evitar juicios decantados: efectivamente, aquello tenía un ligero torcimiento a la izquierda; apenas perceptible al principio pero que se acentuaba levemente a medida que avanzaba alejándose –poco, todo hay que decirlo– de mí. Sus huellas en la arena y la aseveración del vecino –hecha sin duda sin mala fe– confirmaron la realidad: se me estaba torciendo a la izquierda.

No sé en qué terminará esto, los futuros de los torcimientos son impredecibles; si será algo circunstancial, momentáneo –corregible tal vez por el simple procedimiento de ponerle un tutor, como se le pone a los rosales para que no se desvíen de la trayectoria heliotrópicamente correcta–, o se trata de un torcimiento progresivo, inevitable, definitivo, de manera que él acabe yendo cuando yo vengo, o viniendo cuando yo voy. O quizá está iniciando un movimiento helicoidal a modo de sacacorchos, y este torcimiento observado por mí no es más que el inicio de la primera hélice; cosas así se han visto.

Tendré que vigilarlo en adelante; y ocultarlo de la mirada crítica de posibles vecinos en el portal. O quizá será mejor exhibirlo sin miramientos, como un hecho diferencial digno de algún tipo de orgullo y consideración. No sé, algo se me ocurrirá.

(Foto: sentido obligatorio cerca de mi casa)

lunes, 21 de febrero de 2011

El eclipse inexistente


Era el primer día del mes de Dü-l-qa’da de 1431 del calendario musulmán. Ese día, exactamente a las 9 horas y 35 minutos de la mañana, estaba previsto el inicio de un eclipse total de Sol. Los astrónomos hablaban de un eclipse único, irrepetible, el más importante desde la Hégira; la Luna nueva iba a ocultar completamente el disco solar, se iba a hacer la noche más absoluta, las estrellas iluminarían el cielo de la mañana, los búhos saldrían a cazar ratones nocturnos, los ratones nocturnos saldrían a ser cazados por los búhos, y ocurrirían todas esas cosas mágicas que solo ocurren en la clandestinidad de las noches más oscuras.

El país entero se paralizó para observar el eclipse de los eclipses. Desde las grandes ciudades la gente se desplazó hasta las cimas de las montañas más próximas, provista de anteojos, telescopios, adminículos, fildurcios y demás aparatos reales o imaginados para mejor observar el fenómeno astronómico. En los campos, en las aldeas, en los pueblos, en todas partes ocurrió lo mismo; nadie se quería perder el espectáculo.

Eran las 9 horas y 35 minutos, iba a comenzar el eclipse; según habían anunciado los astrónomos, la Luna negra empezaría a hacerse visible a esa hora por el borde izquierdo del Sol, e iría ocupando poco a poco el disco solar, hasta ocultarlo por completo a las 10 horas y 21 minutos exactamente. A esa hora la noche sería absoluta; cantarían los grillos y los gusarapos de las lagunas.

... Pero no ocurrió nada.

A las 9 horas y 45 minutos aún no había aparecido la Luna recortada contra el Sol, y la gente empezó a impacientarse. Pensaban: igual ha sido un error de cálculo, a veces los astrónomos se equivocan. A las 10 horas y 02 minutos, viendo que seguía sin ocurrir nada, la muchedumbre comenzó a arremolinarse, nerviosa. Hay quien propuso organizar una manifestación de protesta, y la mayoría culpaba a Zapatero, entre gritos de dimisión, de la no existencia del eclipse. Alguien llamó al Observatorio Astronómico de los Eclipses Mundiales y una voz autorizada le contestó que los cálculos estaban hechos con precisión, que las matemáticas rigen los movimientos del cielo, y que la Luna TENÍA que haber iniciado la ocultación del Sol a las 9 horas y 35 minutos.

A las 11 horas y 14 minutos, con un Sol radiante en el cielo, empezaron a abandonar el terreno los primeros observadores frustrados, rumbo a sus trabajos respectivos. A las 12 horas y 46 minutos ya no quedaba nadie en los montes, plazas o campos: solo miles de papeles de bocatas abandonados por el suelo, envases de cervezas y algunos preservativos. En el cielo seguía brillando un sol de justicia.

Los astrónomos del Observatorio Astronómico de los Eclipses Mundiales no lo podían creer; admitieron que algún fallo tenía que haberse producido en los cálculos: ¿un landa mal colocado? ¿un coseno de fi que tendría que haber sido tangente de fi? Ya daba igual, el fracaso se había consumado. Esperarían que la Luna apareciese el día siguiente, próxima al Sol, asomando su cuarto creciente como siempre ocurre tras las lunas nuevas. Pero no ocurrió; en el cielo del día siguiente al primer día del mes de Dü-l-qa’da de 1431 del calendario musulmán, el cuarto creciente lunero no apareció; sin más. Ni a los dos días, ni al mes siguiente. Ni nunca... Sencillamente, ¡la Luna había desaparecido!, para desesperación de enamorados, poetas, sapos y ranas.

Nadie encontraba una explicación; solo la Luna conocía el secreto. Harta de girar y girar durante millones de años alrededor de la Tierra, de ser tan predecible, tan esclava de las ecuaciones de su órbita y de las de los astros del sistema solar, de su falta de intimidad, se había rebelado, largándose. Modificó sus landas, sus fis, sus senos y sus cosenos, rompió las ataduras, lanzó una pedorreta y un corte de mangas a la Tierra... y se dirigió, a través de los espacios y porque le dio la real gana, a girar alrededor de Betelguese ("Bait al-Jauza", el hombro de Orión). Y por allí anda ahora estrenando cuartos menguantes, cuartos crecientes, eclipses, y recibiendo el canto enamorado de los poetas, sapos y ranas betelgeusianos.

Y dicen los que saben de estas cosas que todas las niñas que nacieron el día primero del mes de Dü-l-qa’da de 1431 del calendario musulmán tienen un lunar en el hombro derecho en forma de Luna llena. Pero no sé si creérmelo, ya sería demasiado.

viernes, 18 de febrero de 2011

lunes, 14 de febrero de 2011

14 de febrero


Era el 14 de febrero de un año capicúa. A las doce de la mañana, Ginés caminaba sin mucha prisa por la alameda que se aleja del pueblo; había tiempo. En su mochila, unas naranjas –algo ácidas, pensaba– , unos tomates y una lechuga de su huerto. “Tú lleva el postre y algo para preparar la ensalada”, le dijeron. A las dos había quedado en reunirse con Javier y Luis en el prado de arriba, el que está en la ladera del cabezo, a una hora de camino. Desde hacía algunos años, los tres amigos se reunían en aquel lugar todos los catorce de febrero; había bancos de madera y una fuente de piedra a la sombra de los pinos carrascos. Los tres eran antidiístas, como ellos se autodenominaban proclamando su aversión a los “días de”; y en concreto al día de los enamorados. Estaban enamorados, cada uno de su quién y a su estilo, pero les gustaba manifestar su rebeldía de aquel modo inocente: yéndose al campo a comer, solos y lejos de la influencia de un Cupido impuesto cada 14 de febrero.

Ginés giró su mirada a la izquierda y lo vio, grabado en uno de los últimos chopos de la alameda, junto a una acequia seca pero que un día llevó agua. Sus trazos estaban a varios metros de altura y habían engrosado con el paso del tiempo: un corazón con dos nombres; el suyo, Ginés, arriba, y el de María debajo. Dejó la mochila en el suelo e intentó acariciar aquellos trazos con los dedos, sin conseguirlo –demasiado altos– , mientras los recuerdos se ordenaban en su cabeza.

Los dos éramos muy jóvenes, casi unos niños. Nos conocimos unas vacaciones en el pueblo, en verano. Paseos por el monte, verbenas con la pandilla, tardes de cine, risas… nuestras miradas limpias se iban cruzando, algo nacía entre los dos. Un día de septiembre, con las maletas grises del regreso ya casi listas, nos cogimos de la mano y desaparecimos en una guincha plantada de cáñamo. Allí perdiste tu primer pendiente; y yo conocí la ternura. Luego grabamos nuestros nombres en la piel de un joven chopo que crecía junto a la acequia. Tú te marchabas hacia el oeste, yo me marchaba al sur. Nunca volvimos a vernos; el invierno, la distancia y el viento se encargaron pronto de barrernos hacia el rincón de los olvidos. Pero ahí arriba seguimos, juntos. Los trazos finos por los que fluyó aquel día la savia joven son ahora cicatrices anchas, renegridas, secas y retorcidas; la cintura ha engruesado, la piel tersa de ayer hoy es arruga… pero el viejo chopo ha mantenido unidos y eternos nuestros sentimientos de aquel verano.

Ginés recordó con una sonrisa nostálgica el pendiente perdido en el cáñamo aquel lejano septiembre repleto de catorces de febrero. Recogió su mochila, miró hacia lo alto del monte; allí debían de estar ya sus amigos. Se dio la vuelta y regresó a su casa, caminando lentamente.

Tres horas más tarde, Javier y Luis lo seguían esperando en el prado, cada vez con mayor enojo.“¿Dónde se habrá metido este jodío? ¡Que le den morcilla”. Y comenzaron a asar sardinas y tiras de panceta en la parrilla mientras abrían dos botes de cerveza algo recalentada. Ese antidía de los enamorados comieron sin ensalada ni postre.

(Taller de narrativa Nicolás Salmerón. Analepsis, elipsis, prolepsis y otros palabros de ese jaez. Foto: el viejo chopo del Camino del Huerto)

sábado, 5 de febrero de 2011

Recuerdo


Mi padre me dedicó hace muchos años estos versicos, que he recordado hoy:

¡Que bien respiro en la sierra,
que transparencia en la altura!
No existe aquí cosa impura
pues hay más cielo que tierra.


Hoy me hubiera gustado que te levantases un ratico, solo un ratico, para recorrer juntos la cañá, con el pitillo en tus labios y en la mano tu gayá de vara de alatonero, y que vieras los bancales y las guinchas peinados de goteros; y la nueva balsa. Seguro que te gustaría. Y para escuchar de tu voz de toses intermitentes chascarrillos inventados sobre lo que fuera y, una vez más, la historia de la Cruz de Caravaca, que al final no pudo ser tu última mirada. Una sonrisa, Viejo, desde TU Mayrena, por la que tanto luchaste.

(Foto: un viejo amigo mío en la cima de una sierra cualquiera)