lunes, 27 de septiembre de 2010

La mora


La recuerdo desde mi primera infancia. Me fascinaba la imagen de esta mora cuyo cuadro colgaba de una pared cualquiera de nuestra casa de Tánger. Su hiyab blanco, su sonrisa intuída, sus grandes ojos azul verde, el color del mediterráneo, su mirada insistente, sin parpadeos, todo me atraía en ese rostro. Cada día pasaba un rato absorto frente al cuadro cuando marchaba o volvía del colegio cargado con aquella cartera llena de libros, cuadernos, con el plumier y otros cachivaches.

Siendo yo aún muy joven nos vinimos a vivir a Madrid y la mora desapareció de mi entorno. La olvidé.

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Muchos años después la volví a descubrir en una pared de la casa que alquiló mi padre en Madrid, donde se estableció al jubilarse tras vivir por medio mundo. Y recuperé mi fascinación por ella, por su mirada, su complicidad, los recuerdos… mi niñez.

Mi padre era un hombre generoso, todo lo que poseía con algún valor material lo regalaba. Recuerdo un día que fui a visitarlo a su piso madrileño, siendo él ya muy mayor. Me dijo:

- Diego, elige cualquier cosa que veas en el piso y llévatela, es para ti -

La mora me miraba desde la pared de enfrente, sonriéndome una vez más. Es una pintura sin ningún valor, hecha sobre un simple cartón y firmada por un para mí desconocido E. Cuesta. Sin dudarlo, y señalándola con el dedo, le dije:

- La mora -

Él me miró con una sonrisa nostálgica y me contestó:

- La mora no -

Lo suponía. Suponía que el cuadro, que había acompañado a mi padre durante cuarenta años por tres continentes, también ejercía sobre él una fascinación difícil de controlar y explicar, quizás por razones parecidas a las mías, o quizás diferentes. Nunca es tarde para conocerse mejor.

Mi padre murió. Y yo, esta vez sin pedir permiso, descolgué el cuadro y me lo llevé. Hoy vive humildemente en mi casa de Caravaca, después de haber recorrido paredes de La Habana, Luxemburgo, Rabat, Kinshasa, Lisboa, mientras yo me olvidaba de ella.

Y desde esta pared más próxima a su kasbah, me sigue mirando con la misma intensidad que hace cincuenta años, con el mismo misterio, con la misma seducción, me trae la imagen del bakalito de enfrente, de las tortugas del jardín, de Jimo y Lurdes, mis primeras caricias, inocentes y sentidas, los alá alá alá jandulela a coro en la acera, el olor de la jarira, los meblis de cristal sobre la tierra, las historias inventadas de Peque, y me habla sin palabras de la fascinación que mi padre sentía por ella y de la que ella sentía por mi padre. Sin duda también estuvo colgao por su mirada, como lo sigo estando yo muchos años más tarde.

(Foto: Cuadro de E. Cuesta - detalle)

sábado, 18 de septiembre de 2010

Semana de abandonos


Una semana, sólo una semana ha bastado para que me abandonen las tres mujeres que apuntalaban mi existencia.

El lunes me dejó mi mujer. Ya se sabe, la rutina, las conversaciones que se repiten o que no llegan, las diferencias de criterio, los niños ya criados, ¡qué sé yo!, todas esas cosas que hacen imposible cumplir el “hasta que la muerte nos separe” que decimos inconscientemente porque nos obligan, bajo presión, sin pensar ni un segundo lo que conlleva esa expresión. Lo imaginaba, los últimos meses se acicalaba más, se recompuso, y se dedicó a dar clases de golf, ya se sabe, el profe de golf se coloca detrás del alumno (alumna en este caso), pegado a su cuerpo para asesorarle en el correcto uso de los brazos, y claro, tanto roce..., los abrazos posteriores es lo que tienen. Además, tengo que reconocer que el profe de golf está bastante más bueno que yo.

El miércoles me dejó mi amante. Diez años de amancia casi ininterrumpida, de “mi mujer no me comprende”, de “mi marido tampoco”, de regalos caros y comidas en buenos restaurantes, de habitaciones en hoteles cuatro estrellas que se dejan a las nueve de la noche porque hay que volver a casa a acostar a los niños, de viajes inventados, de salidas eternas en busca de tabaco al kiosko de la esquina... para acabar recibiendo una llamada, “me vuelvo con mi marido ¿sabes?” me dijo, así, de sopetón, sin preaviso. Pero también lo barruntaba, no me llevé una gran sorpresa, llevaba ya algunos años haciendo hijos que no se me parecían nada. Pero nada de nada ¿eh?

Y el viernes sufrí la pérdida más dolorosa: me dejó mi asistenta. Mi Loli, que mantenía como los chorros del oro mi piso del pueblo, mi Loli, con quien mi relación era perfecta: no nos veíamos. La llamaba, “Loli, voy al pueblo el lunes ¿me podría dar una pasadita al piso?”, y siempre contestaba lo mismo “mañana me paso por allí”, y al terminar me dejaba una nota en la quesera que nunca utilicé como quesera, “32 euros” ponía, o los que fueran, y yo depositaba sin rechistar el dinero en la quesera que nunca utilicé como quesera, y Loli lo recogía cuando yo ya me había ido. Y así hasta la siguiente vez. Relación casi perfecta entre hombre y mujer, sin verse, el verse mucho siempre trae inconvenientes, incompatibilidades, cosas, lo mejor es no verse salvo en las ocasiones en que alguna urgencia compartida de las partes nobles lo exija.

Y ahora ando aprendiendo a saber (y a manejar, que es más complicado) qué es una mopa, un limpiacristales, los limpiagrasas, limpiabaldosas, limpiasuelos, las toallitas del mercadona, la fregona, el aspirador para las alfombras, el limpiabaños, la scochbrai, cepillos de diferentes calibres, bayetas... y a cantar por Mecano, que las labores domésticas sin canturrear cunden menos. Demasiado para mi cuerpo maltratado.

Si pudiera las recuperaría a las tres, sin dudar, pero si me obligaran a elegir una, me quedaría con mi casi desconocida Loli, aunque sólo fuera por egoísmo y aunque tuviera que colocar más monedas en la quesera que nunca utilicé como quesera.

Quién me ha visto y quién me ve, con lo que yo he sido...