sábado, 28 de noviembre de 2009

El Señor Parásito (y VI)


Transcurrieron varios días ¿Cuántos? ¿Doce? ¿Quince? Federico había perdido la noción del tiempo. Su aspecto era lamentable. Estaba demacrado, delgadísimo, con el rostro ensombrecido por una barba descuidada y rala... Era la imagen de la derrota. Su traje aparecía sucio y arrugado, sus piernas, enflaquecidas, se arqueaban por el peso que seguían sosteniendo. Nadie lo hubiera reconocido...

El señor parásito permanecía adherido a su espalda. Su rostro reflejaba buena salud, en contraste con el de Federico, y su cuerpo era ahora más voluminoso que el de su víctima.

Desde que lo echaron de su casa, Federico vivía prácticamente recluido en aquel parque que tanto quería. Ya no le afectaban los comentarios jocosos o despectivos de los paseantes, ni siquiera los de los niños, particularmente crueles. Durante el día permanecía semioculto entre unos arbustos que crecían cerca del estanque, y de noche salía a intentar comer lo que podía. Revolvía los cubos de la basura de los bares cercanos en busca de cualquier resto comestible y disputaba a los mirlos y demás pájaros las bayas y otros frutos de los arbustos y árboles del parque. Pero raramente conseguía llevarse algo a la boca, pues casi siempre se lo arrebataba su parásito, para tragárselo a continuación.

Su pensamiento constante estaba en su esposa e hijos. No soportaba la idea de no verlos, de no compartir con ellos las alegrías y las pequeñas cosas, como había hecho siempre.

Ese día no pudo contenerse más. Se metió en una cabina telefónica, introdujo en la ranura la última moneda que le quedaba, y marcó un número. Su mujer descolgó el aparato al otro lado.

- Dígame -
- Ho... hola... soy Federico ¿co... cómo estáis? –
- Nosotros muy bien ¿y tú? -
- Va...vamos tirando...-
- ¿Váis? ¿Aún sigues con ese hombre a cuestas? -
- Bue... bueno, sí... pero quizás algún día... -
- Pues cuando llegue ese día, vuelves. Antes, no. Adiós -

Federico todavía permaneció algunos segundos con el auricular pegado al oído después de colgar su mujer.

Salió dificultosamente de la cabina. Casi no podía caminar, arrastraba los pies, rumbo a ningún lugar... De pronto, se nubló su vista y cayó al suelo como fulminado, inconsciente. El parásito permaneció aún algunos segundos enganchado al cuerpo de su víctima, inmóvil como ella. Al cabo de ese tiempo, viendo que Federico no mostraba signos de vida, aflojó lentamente la presión de sus brazos y piernas y, por fin, se desasió de él. Se irguió en silencio y contempló durante unos segundos el cuerpo de Federico, que yacía inerte a sus pies. Le dio un golpecito con la punta del zapato por ver si reaccionaba, pero Federico no se movió. Lo siguió observando durante un rato, encogió los hombros y, a paso lento, se encaminó hacia el viejo castaño de Indias, que no estaba muy lejano. Se arrimó a su tronco y desde allí, con lentos movimientos de cabeza a uno y otro lado, comenzó a otear el horizonte.

De pronto, su inexpresiva mirada se detuvo y su respiración se entrecortó. Si hubiera sido capaz de sonreír habría sonreído: por el camino junto al castaño se aproximaba con paso alegre un hombre de buen aspecto, sano y elegante, con aire despreocupado y feliz. El hombre pasó junto al árbol, sin percibir la inquietante sombra que se pegaba al tronco. De repente notó que alguien se le montaba a la espalda, rodeándole fuertemente el cuello con los brazos y la cintura con sus piernas.

- ¡Bájese de ahí inmediatamente! - gritaba el hombre con desesperación, mientras trataba inútilmente de desprenderse de aquel sujeto...

(Fin)

jueves, 26 de noviembre de 2009

El Señor Parásito (V)


El regreso a casa lo hicieron en silencio. Federico sólo deseaba llegar, cenar algo y tratar de dormir para olvidar aquella pesadilla.

La cena fue como el almuerzo: el parásito engulló cualquier alimento que el desdichado Federico tratase de llevarse a la boca.

La actitud de su mujer fue cambiando poco a poco, pasando de la comprensión y lástima iniciales a cierto enojo y agresividad que de momento intentaba controlar para que su marido no los percibiera. Empezaba a estar harta de la situación y a encontrar ridículo a su marido, a quien hasta esa misma mañana tanto había admirado y querido. Ahora no podía evitar verlo como un ser débil, dominado y triste. Sin personalidad.

Después de no cenar, Federico se dirigió como pudo al dormitorio. Se aproximó a la cama de matrimonio y se dejó caer sobre ella, sin tratar siquiera de quitarse los zapatos. Cayó como un fardo, con su parásito a cuestas, y no tardó ni medio minuto en quedarse dormido.

A media noche, su mujer lo despertó entre zarandeos y chillidos:

- ¡Y encima, ronca! ¡A ti no te dejará comer ni trabajar, pero a mí no me va a impedir dormir en mi propia cama! Fuera de aquí los dos. ¡Iros a dormir al sofá del cuarto de estar, o donde os dé la gana! ¡¡Fuera!! -

Federico, con un esfuerzo casi sobrehumano, se levantó de la cama y se encaminó con pasos cansinos y lentos hacia el sofá del salón, sobre el que se dejó caer pesadamente. El parásito seguía aferrado a su espalda; no se había despertado ni había dejado de roncar un solo instante, ajeno a los acontecimientos que sucedieron durante la noche.

Federico no pudo volverse a dormir. Repasaba mentalmente los hechos que le habían ocurrido ese día, intentando buscar un por qué y una solución. No veía razones, ni posibles salidas. Sólo sentía los ronquidos que resoplaban a su espalda y el fuerte abrazo que casi le impedía moverse. Ansiaba desesperadamente dejar de oír aquella respiración, notar que el parásito le liberaba al fin y acudir al lecho junto a su mujer gritándole ¡soy libre otra vez!, pero cada momento era más consciente de que eso no iba a ocurrir... Aquel sujeto parecía a gusto en el lugar que había escogido y no se le veía dispuesto a abandonarlo. A Federico le invadió una enorme impotencia y una gran amargura. Una lágrima, la primera en muchos años, rodó por su mejilla...

Por la mañana, al levantarse, la mujer se acercó al sofá. El parásito ya se había despertado y mantenía su mirada de siempre, inexpresiva y dirigida hacia un punto inconcreto del infinito.

- Federico- dijo la esposa con expresión serena - He estado reflexionando sobre la situación. Para mí resulta insoportable seguir así. He pensado que la única forma de salvar nuestra relación es que te marches de casa con ese individuo y que vuelvas cuando hayas conseguido desembarazarte de él. Yo te esperaré con los brazos abiertos y estoy segura de que todo volverá a ser como antes en cuanto termines con esta pesadilla. Adiós-

Se dirigió a la puerta y la abrió, invitando a Federico a salir. Éste se irguió como pudo y salió pesadamente de su casa, después de recorrer con una mirada triste cada uno de los rincones de aquel hogar, en el que tanto cariño había volcado y recibido. La puerta se cerró tras él.

No sabía adónde dirigirse...

(sigue)

martes, 24 de noviembre de 2009

El Señor Parásito (IV)


- ¿Eres tú, Fede? -

Viendo aparecer así a su marido, no pudo reprimir un grito de sorpresa. Federico le explicó la absurda aventura que estaba viviendo desde esa mañana. Ella, después de un leve e inútil intento de desprender al señor parásito, le dijo con ternura:

- No te preocupes, mi amor, que ya solucionaremos el problema; ahora vamos a comer-

Se sentaron a la mesa. Federico se sentía muy débil, pues llevaba ya más de ocho horas con su carga a cuestas, y tenía mucha hambre. Se sirvió un buen plato de sopa. Cuando cogió la cuchara, el señor parásito se la arrebató y se tomó todo el contenido del plato, a grandes, precipitadas y ruidosas cucharadas. Con el filete que se sirvió a continuación ocurrió lo mismo. Cuando Federico se disponía a cortarlo con el cuchillo y el tenedor, el parásito alargó la mano, asió la carne y la introdujo de un golpe en la boca, tragándola tras unos breves y ansiosos mordiscos. Tampoco respetó el plátano que Federico pretendía tomar como postre, arrebatándoselo violentamente y engulléndolo sin contemplaciones.

La mujer observaba atónita la escena. La situación era mucho más complicada de lo que en principio parecía. Federico la miraba con los ojos muy abiertos, el gesto cansado y sin articular palabra. No era el hombre vital que había sido siempre.

- Te voy a llevar al médico - dijo finalmente la esposa.

Como pudieron, se acoplaron en el coche, dirigiéndose a una clínica cercana. En la sala de espera, las miradas de soslayo y los cuchicheos del resto de los pacientes herían la sensibilidad de Federico, hombre tímido a quien siempre molestó servir de punto de referencia. ¿Qué podían pensar y comentar todos aquellos señores? Seguro que alguno creería que era un degenerado...

De pronto se levantó un niño a quien acompañaba su madre y se aproximó a Federico. Éste se lo quedó mirando, temeroso. El niño observó durante un tiempo la extraña pareja, sonrió, y dijo señalando al parásito con su dedo regordete:

- Yo también quiero jugar a eso - e hizo ademán de subirse a la espalda del individuo.

Su madre se abalanzó sobre él, lo agarró violentamente de la mano y lo reintegró a su silla, recriminándole en tono duro su actitud:

- ¡Eso no se toca, nene, caca! -

Mientras el niño lloraba sin consuelo, Federico sintió una enorme vergüenza y un deseo irrefrenable de echarse también a llorar y de que aquella absurda situación acabase de una vez.

El médico, cuando al fin los recibió, no pareció sorprenderse demasiado al conocer la historia.

- En estas grandes ciudades ocurren a menudo casos raros, como el suyo. En cualquier caso, no se preocupen; la medicina tiene remedios para todo. A ver, desabróchese la camisa -

Federico obedeció como pudo, aunque sus menguadas fuerzas apenas se lo permitían. Lo único que realmente deseaba era descansar de una vez.

Mientras le daba golpecitos en el pecho, el doctor le pidió:
- Diga sesentaiseis -
- Será treintaitres - corrigió Federico, con un hilo de voz.
- Sesentaiseis - insistió el médico - como ustedes son dos... -
- Sesentaiseis - musitó Federico.
- Muy bien, muy bien - el doctor no cesaba de palpar el torso de Federico - Ahora, tosa usted -

Federico obedeció.

- Bien, bien... Esté usted tranquilo. No tiene nada grave. Un poco de debilidad solamente. Tome usted estas pastillas dos veces al día - garabateó un nombre indescifrable en la receta - y coma con abundancia-
- Pero doctor... - balbuceó tímidamente Federico, señalando con el pulgar el rostro de su indeseado acompañante.
- Nada, nada, ya verá usted como mejora - concluyó el médico mientras les acompañaba hacia la puerta.

(sigue)

domingo, 22 de noviembre de 2009

El Señor Parásito (III)


El guardia comenzó a dar unas vueltas pausadas alrededor de aquella extraña pareja, apoyando su mano sobre el mentón.

- No puedo intervenir – dijo finalmente.
- ¿Cómo que no puede intervenir? ¡Esto es el colmo! ¡Va uno tan tranquilo por la calle, lo atropellan, lo avasallan, y encima la autoridad dice que no puede intervenir! - se indignó Federico, cada vez más exaltado.
- ¡Vamos a ver! Este señor - gritó el agente, señalando al individuo con la porra - ¿le ha quitado algo? No. Entonces no es un ladrón. ¿Son ustedes una manifestación, para poderlos disolver? No, pues sólo son dos y, además, no llevan pancartas. Ni siquiera es un accidente de tráfico. No puedo intervenir... -
- Al menos - dijo Federico recuperando por unos momentos su habitual sentido del humor - múltele usted por estar mal aparcado... -
- ¿Se cree usted gracioso, eh? - gritó indignado el municipal - ¡Al único que podría multar es a usted, por llevarse a un transeúnte, así que, circule, circule! - y se reintegró entre golpes de silbato a sus labores de regulación del tráfico.

Federico quedó solo con su carga. Dirigió su mirada hacia aquel rostro que se apoyaba en su hombro, pero no dijo nada. ¿Para qué?. Se arrimó a una esquina, restregó a su parásito contra la pared en un nuevo y vano intento de desprenderse de él. El individuo ni siquiera movió un músculo.

Cumplidor como era, dirigió entonces sus pasos hacia la oficina, con temor a poder llegar tarde. El trayecto fue doloroso, no sólo por el peso que debía soportar, sino por las miradas y comentarios que acompañaban su camino.

En el Banco, la sorpresa de todos sus compañeros de trabajo fue enorme al verlo aparecer en aquellas circunstancias. Al principio pensaron que, dado el sentido del humor de Federico, se trataba de una de sus clásicas bromas, aunque pronto, y tras el relato de lo ocurrido, comprobaron que no era así. Entonces trataron afanosamente de desembarazarlo de aquella carga. Unos cuantos tiraban de Federico hacia adelante y otros pocos del señor parásito hacia atrás. Sólo consiguieron hacer daño a Federico, mientras el individuo permanecía impasible ante el nuevo intento de separarlo de la víctima que había elegido. Poco a poco, y ante su impotencia para resolver la situación, se fueron retirando todos hacia sus respectivos puestos de trabajo y Federico, con el rostro entristecido, hizo lo mismo.

Sentado ante su mesa, estaba ridículo con aquél señor inexpresivo atenazado a su espalda. La imagen era patética y muy negativa para la actividad profesional de Federico, que le exigía un contacto contínuo con el público. Esa mañana, los posibles clientes se marchaban al ver aquella escena, conteniendo la risa y con la impresión de que ese Banco no podía ser serio al permitir situaciones como aquélla entre su personal. Esta circunstancia hizo que, al final de la jornada laboral, el Director de la entidad llamase a Federico a su despacho.

- Federico - le dijo - Yo entiendo que lo que te ha ocurrido es algo de lo que tú no tienes la culpa, pero la imagen que estás dando es totalmente negativa para ti y, sobre todo, para los intereses de este Banco. Por ello te ruego que no vuelvas por aquí mientras no hayas resuelto tu problema. Ten la seguridad de que mantendremos tu puesto sin cubrir durante un tiempo razonable que te permita reincorporarte cuando te hayas liberado de tu carga. Ánimo... -

Federico apretó la mano que le tendía su Director y, sin decir palabra, salió del despacho.

Ya en la calle, se dirigió a la parada del autobús que debía trasladarlo hasta su casa. Ese día no quiso volver andando, para evitar en lo posible las risotadas y comentarios que acompañaban su paso. En el autobús, y tras una acalorada discusión con el conductor, tuvo que pagar dos billetes a pesar de sus explicaciones de que no tenía nada que ver con aquel personaje que colgaba a su espalda.

Su mujer lo esperaba como todos los días con la mesa puesta y la comida preparada. Al oír la llave en la cerradura, se dirigió a la puerta, para darle la bienvenida con un beso, como hacía siempre.

(sigue)

jueves, 19 de noviembre de 2009

El Señor Parásito (II)


Federico había sobrepasado unos metros aquél castaño cuando notó que alguien se le acercaba por detrás, con pequeños y sigilosos pasos. Antes de que pudiera volverse a comprobar quién era, "aquéllo" se le subió a la espalda, a horcajadas, aferrándole fuertemente el cuello con sus brazos y la cintura con las piernas.

Tras el susto y la sorpresa iniciales, Federico volvió la cabeza para mirar a aquel individuo enganchado a su dorso. Al principio pensó que pudiera tratarse de la broma de algún amigo, pero pronto verificó que no conocía de nada a aquél señor de rostro inexpresivo, mirada inmóvil fija en un punto lejano y boca de labios finos y rectos, cerrada. Su edad podía rondar los cuarenta años, como la de Federico, y era de complexión fuerte, algo obeso. Vestía correctamente, chaqueta y pantalón claros, un poco arrugados, y una corbata roja que, en el salto, había quedado colgando sobre el pecho de Federico.

- ¡Bájese de ahí inmediatamente! - gritó Federico dirigiendo una mirada furibunda hacia aquél rostro impenetrable.

El individuo permaneció inmóvil, sin hacer ningún gesto ni relajar la presión de brazos y piernas.

- ¡Que se baje, le digo! -

Ni caso.

Federico comenzó a zarandear su cuerpo de uno a otro lado para tratar de desprenderse de aquella carga que lo atenazaba. No lo consiguió. Se revolcó por el suelo, entre gruñidos de rabia e impotencia: el ser seguía aferrado a su espalda. Se restregó con furia contra el tronco de un cedro: sólo consiguió fatigarse. El individuo no relajó en ningún momento su abrazo, no profirió el más mínimo quejido, no alteró la frialdad de su expresión...

Permanecía adherido a su espalda, como un parásito.

- ¡Bájese, por favor! - insistía Federico con un tono algo lastimero.

Fue inútil. Resignado, aunque con evidente enojo, prosiguió su camino, llevando a su pesar aquella carga, y cavilando sobre el modo de desprenderse de ella.

Al salir del parque encontró lo que pensaba que podría ser su salvación. Un guardia municipal regulaba el tráfico en el cruce de dos calles próximas que, a esas horas de la mañana, siempre presentaba problemas de circulación.

Indiferente a las miradas que le dirigían los apresurados transeúntes y automovilistas, se encaminó, llamándole, hacia el guardia, lo más deprisa que le permitía el peso extra que tenía que soportar.

- ¡Señor agente! ¡Señor agente! -

El agente, sorprendido ante el espectáculo que se le presentaba, saludó con corrección, echándose la mano a la visera de la gorra.

- Usted dirá-
- Mire.., venía yo por el parque ese - se volvió Federico dificultosamente señalando con el dedo - cuando este señor se me ha subido a la espalda, y ahora no me puedo desprender de él. Ayúdeme, por favor... -

El agente, tras unos breves instantes de duda, agarró con sus manos los brazos del individuo, tratando de separarlos del cuerpo de Federico, suavemente al principio y con mayor fuerza después. Imposible. Luego hizo lo propio con las piernas, tiró de su cabeza hacia atrás, intentó meter la rodilla entre la espalda de Federico y el pecho de aquél hombre... Todo fue inútil. El señor parásito seguía aferrado a su víctima, constituyendo ambos un cuerpo casi único.

- Haga algo, por favor - insistía Federico.

(sigue)

martes, 10 de noviembre de 2009

El Señor Parásito (I)


Federico era un hombre feliz.

Rondaba los cuarenta y cinco años, esa edad en la que muchos hombres han alcanzado un equilibrio económico y emocional que les permite mirar el futuro con cierta tranquilidad. Llevaba veinte años casado y quería a su mujer, con la que formaba un matrimonio unido, respetado y envidiado por las personas de su entorno.

Tenía dos hijos, varones ambos, que crecían robustos y sanos, y que, de momento, sólo le habían producido alegrías y satisfacciones. El mayor ya había ingresado en la Universidad y el pequeño finalizaba ese año sus estudios escolares. Eran buenos estudiantes y prometían ser excelentes profesionales. Trabajaba en un Banco. Entró en él cuando casi era un niño, y, gracias a su tesón y comportamiento, había conseguido alcanzar un puesto de cierta responsabilidad, que hacía augurarle un futuro aún más prometedor. Su trabajo le satisfacía plenamente.

Vivía en una gran urbe, en un piso acogedor, que había acabado por fin de pagar, situado en un barrio moderno y tranquilo, algo alejado del bullicioso centro de la ciudad. Por las mañanas, le gustaba acudir al Banco caminando. Siempre lo hacía así, aunque lloviese o hiciera frío o calor. Era su única actividad física durante la semana y no quería renunciar a ella. El trayecto le llevaba unos cuarenta minutos y lo había hecho tantas veces que conocía cada esquina, cada semáforo, cada kiosko de prensa e, incluso, a numerosos viandantes que se cruzaban con él todos los días (el hombre del chándal haciendo "footing", la niña rubia camino del cole...), y que le servían como referencia para saber si iba temprano o tarde a su oficina, en función del lugar en que se los encontrara.

En su paseo mañanero, atravesaba siempre un coqueto parque del que conocía prácticamente todo: el pequeño estanque de aguas poco profundas y transparentes en cuyo centro brotaba un surtidor algo triste; las distintas especies de árboles que veía desnudarse de hojas cada otoño y rebrotar en primavera, sombreando su itinerario durante los calurosos meses del estío; los pájaros, a los que Federico era particularmente aficionado y que se afanaba en identificar en su caminata (ruiseñores, carboneros, pinzones, agateadores, mirlos...); los perros urbanos, gordos, que eran sacados a esas horas tempranas por sus somnolientos dueños para dar el único garbeo diario; la estatua de aquél ilustre músico que daba nombre al parque y que a menudo aparecía pintarrajeada por una mano poco sensible... La travesía del espacio verde le acababa de desperezar y recargaba su espíritu para afrontar la nueva jornada con jovialidad y optimismo renovados.

... Hasta aquel día, en que su vida iba a cambiar de un modo radical y definitivo. La primavera ya estaba avanzada, los árboles se habían cubierto de hojas nuevas, que daban al parque un colorido especial de distintos matices de verdes, y los mirlos se desgañitaban con ese canto suyo tan peculiar, que sólo interpretan en esta época para intentar marcar su territorio y atraer a alguna hembra necesitada de cariño. Aún no había salido el sol, pero la claridad del cielo prometía un día radiante. Federico iba empapándose de todas aquellas sensaciones. El parque estaba casi vacío.

Casi...

Federico no la vio. Detrás del tronco de un viejo castaño de Indias, una sombra humana se fijaba en él. Quizás llevaba varios días vigilando el itinerario del confiado Federico. Éste pasó a su lado absorto en la contemplación del entorno, sin percatarse de la existencia de aquella inquietante sombra. La sombra sí se fijaba en él, nerviosa y anhelante...

(sigue)

lunes, 9 de noviembre de 2009

El último vencejo

Hoy me he tumbado panza arriba en el viejo banco de piedra que hay en lo alto del cerro, como tantas veces. Con la cámara de fotos en la mano para ver qué se cocía por las alturas, en el cielo uno siempre encuentra algo, menos a dios. Quería fotografiar vencejos, me alegra verlos volar y chillar allá arriba. Pero el último vencejo ya emigró a África y mi foto salió vacía, si es que el azul del cielo no lo llena todo. Los vencejos son como puntas de pincel dibujando arabescos negros en la bóveda del atardecer, picassos en nubes rojizas. Cada vez más altos, más silenciosos, más pequeñicos. Los que saben de vencejos dicen que no duermen, que de noche suben más alto, más alto y allá arribotas siguen dibujando historias de luna que sólo ellos conocen.

El último vencejo voló rumbo al sur, persiguiendo al último insecto, y yo me quedé aquí, tó tumbao, mirando al cielo hasta la próxima primavera, en que regresará para alegrar el aire con sus gritos y sus giros imposibles.

(Foto: un cacho de cielo caravaqueño en octubre)

lunes, 2 de noviembre de 2009