sábado, 17 de mayo de 2008

La vieja olivera

En los años cincuenta del siglo pasado, la mayoría de los cortijos no tenían agua corriente ni electricidad. El agua para lavarse se sacaba de un pozo o se traía desde una cieca o manantial próximos, en unas cántaras que se vertían en jofainas situadas en los dormitorios. La luz se obtenía de unas lámparas de carburo, que nunca supe muy bien en qué consistían. Y por supuesto, no había cuartos de baño ni retretes (¿por qué habrá desaparecido esta hermosa palabra en favor de la horrísona "water"?) Para evacuar... estaba el campo. Al menos eso es lo que ocurría en el cortijo de mi abuelo.

Cuando yo era un niño pasé algunos veranos con mi abuelo. Veranos mágicos llenos de historias de lobos, de lunas en todas sus fases, de ruidos nocturnos de lechuzas, búhos y duendecillos, misterio.

Para hacer mis necesidades, recuerdo que acabé encontrando una olivera (así llaman a los olivos en la tierra de mi abuelo) perfecta, por su ubicación (lejos de la casa, semioculta) y por su configuración. Una rama horizontal a media altura, con dos especies de apoyabrazos a ambos lados, convertían la acción más natural del hombre en un verdadero placer. Me subía al árbol (pantaloncillos bajados previamente), y me sentaba sobre la rama, de modo que mis piernas adolescentes colgaban por un lado y mis partes nobles por el otro. Mientras duraba el acontecimiento, mis brazos reposaban en la rama y mis manos podían sujetar, o no, el último DDT o Pulgarcito, tebeos que empezaron a enseñarme el sendero de la lectura. Al terminar, unas piedras o unas hojas de la parra y el agua fresca de la acequia cumplían su misión higiénica igual o mejor que los papeles perfumados y los bidets actuales.

Hoy he encontrado mi vieja olivera.

Sigue igual que hace cincuenta años, parece una olivera de diseño esperando que alguien se acucune en su rama, culo al aire. Y he estado a punto de hacerlo yo, rememorando viejas hazañas, pero cuando ya estaba desabrochándome el cinto... he pensado que mis ruíllas ya no son las de antaño para trepar ágilmente, que ya no tengo equilibrio, y que, de subirme, igual me caía, y me hacía carbonato o me quedaba esfaratao sobre los terrones del bancal. Que no está uno ya pa esos trotes... Eso sí, al marcharme he comprobado con orgullo que el espino negro y el romero que hay debajo de mi vieja rama de olivera están más crecíos que los de los alrededores.



(Foto: olivera en la guincha alta del Saltador, Mayrena)

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